Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

martes, 23 de abril de 2024

empiezo libros que nunca terminaré

Elijo Cristo se detuvo en Éboli para esta semana del libro. Es mi tercer o cuarto intento con los recuerdos del destierro de Levi en la Italia fascista de los años treinta —los anteriores fracasaron por querer leer a Levi sin la pausa que requiere su escritura lenta y precisa—. A veces entro en una lectura con el paso cambiado, estoy cansado y agarrotado tras el trabajo o abandono a las pocas páginas porque siento que no es el momento para un tipo de relato que requiere tiempo sin cortes. Ahora, me acerco a Levi con ánimo de caminante paciente para descubrir su mundo desaparecido.

Durante años me empecinaba en terminar cada libro empezado. Como si relegarlo a un impredecible “más adelante” fuera un sacrilegio. Aquello acabó cuando mi biblioteca creció hasta ésta donde unos seiscientos libros pendientes, visitaba las dos bibliotecas de mi pueblo en busca de libros descatalogados y mi paciencia para con los malos libros terminó. Hago tentativas y empiezo libros que nunca terminaré —que nunca se terminan—, altero planes de lectura, dejo de leer durante un par de días para vagar por las calles de Bilbao, en silencio, y que sean los edificios y los cielos reflejados en las torres Isozaki quienes me cuenten que aquello que vemos no es más que un simulacro de la realidad. Un relato. Y siempre vuelvo a la lectura, asombrado por presenciar otras formas de relatarnos (en) el mundo. 

*

Hace años que celebro este día en la misma librería. Si ese día no trabajo, me acerco sin ideas preconcebidas y con tiempo por delante. En pasados días del libro, unos párrafos al azar de Bonnie Jo
Campbell me descubrieron a sus mujeres salvajes; me reencontré con las voces entrelazadas y angustiadas de los muchachos de la Compañía K, me asombró que uno de mis más viejas búsquedas, Entierra mi corazón en Wounded Knee, tuviera una nueva edición y reincidí con Łem y Dovlátov. Hoy, cansado tras la campaña electoral y sabiendo que no tendría ganas de hacerme un hueco entre los otros lectores, entré a recoger los libros encargados tras repasar mis listas de deseos —siempre en perpetuo movimiento—. Bierce. Guerriero, Maraini, Berto. Sólo he leído a Bierce de este cuarteto. Y será el primero cuando abandone esa aldea entre precipicios donde está desterrado Levi. E intuyo que Los suicidas del fin del mundo, Isolina y El mal oscuro podrían ser un trío lector que casen bien entre sí. Esos son mis próximos planes lectores, hoy. 


(coda) 

Lee
Piensa
Resiste

dice la chapa que regalaron el año pasado en la librería Cámara.

lunes, 22 de abril de 2024

Los lunes de Anay. Llanuras...

…Hubo un momento, tras terminar La casa del recuerdo y del olvido, que sentí que había mal-leído mis últimos lecturas. Apenas había conseguido retener algo de los relatos de Gospodínov y Džamonja y sabía que me había perdido algo importante del libro de Filip David. Así que una vez terminé la novela donde David indagaba sobre la partícula divina del mal y los recodos donde se esconde el olvido en la memoria, volví a su inicio. Y en esa segunda vuelta —donde se multiplicaron las frases subrayadas y las hojas dobladas—, las capas ocultas donde dolor y trenes como símbolo de pesadillas y el (sin)sentido de la pérdida. Y en esa segunda vuelta, la impertenencia en los cuentos de Gospodínov y sus cronorrefugios y ese personaje de Gaustín que cambia a cada relato, como Kilgore Trout variaba de una novela a otra. Y ese manicomio de Cartas desde el manicomio de Džamonja que podría ser Sarajevo en guerra y la ausencia de Sarajevo en el exilio, el alcoholismo o la demencial vida norteamericana. Si pudiera, ýb, releería cada uno de mis libros. Ahora, El general del ejército muerto, de Kadaré, me devuelve la prisa por llegar a casa o subir al tren para leer. Ahora, veo la poesía completa de Irazoki y el Diario a los setenta de May Sarton, y los relatos cortos de Dubus, y más Kadaré y revisitar a Rulfo y volver a la Argentina con Soriano y siempre Bobin y la oralidad de Alexiévich, y siento que se me abre un camino homérico.

02.04.2024


Los lunes de Anay. Llanuras…

Sant Jordi 2024

"Oh amores - ciertos falsos,
 sed amores y retozad felices
 en el vacío que os cedo."

                                        PATRIZIA CAVALLI



Asomamos nuestras miradas al camino del sol sobre el mar.
La tarde se iba, náufraga.
- ¿Qué quieres ser, el agua o la luz?
- Lo que no seas tú, para encontrarnos.

                                                           MARÍA CEGARRA






Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 15 de abril de 2024

Los lunes de Anay. Liquidez...


"cada vez más borroso,
cada vez más borrado."
                                        JAIME SILES


BRINDIS FUNERAL POR EL JOVEN QUE FUI

Aquella manera de dar fuego
a quien me lo pidiera,
la primera calada siempre mía.
En tu muslo dibujo con mi dedo,
desde donde te deja el autobús,
el croquis inexacto hasta mi casa,
un piso compartido con turnos de limpieza
y apuntes por el suelo.
Lunes de filmoteca, vacunas contra el polen,
las ganas de viajar, un café a medianoche,
tres o cuatro lecturas simultáneas,
brindis de alcohol barato, sueños caros.
No os dejéis engañar por la resaca
de la burda nostalgia. Hubo entonces
libros inacabados, multas en bibliotecas,
exámenes suspensos, películas pedantes
y una tos persistente al despertar.
Ni se curó mi alergia, ni volvimos a Roma,
ni encajaron las piezas.
Hoy no fumo, a medianoche duermo,
mis sueños son baratos,
asumo el estornudo, el menor de mis males,
leo y releo sin prisa,
descorcho mejor vino, brindo y viajo
y soy mejor amante.
Descansa en paz, muchacho.
                                                      DAVID J. CALZADO



Feliz lunes.

Un beso,

Anay

lunes, 8 de abril de 2024

Los lunes de Anay. Piruletas...

Hoy llueve y hace viento y el cielo gris cruza rápido sobre los montes. Es otra forma de primavera donde la lluvia acrecienta el color de los nuevos brotes. 

Ayer me acerqué al mercado dominical de libros y coleccionismo. Me detuve en las postales y fotografías antiguas con antiguos mensajes de amor y recuerdos entre amantes o familiares, postales que consiguen, por un instante, que esos hombres y mujeres en un difuso blanco y negro y con poses estudiadas parezcan estrellas que nunca mueren. Mi madre guarda las fotos que mi padre le enviaba. Apenas ocupan la palma de mi mano, más sellos que fotografías, primeros planos de mi padre con la mitad de años que tengo hoy yo —la firmeza de su mandíbula y su mirada, el pelo algo alborotado, la camisa blanca bajo la americana negra, el mundo que dejó de existir con su muerte estancado en esas fotografías—. Y detrás palabras de amor y añoranza y corazón roto con su letra grande de muchacho que apenas fue a la escuela. Se desvanece lo corpóreo, creo, lo tangible, aquello que podemos acoger en nuestras manos, cartas, fotografías, postales

Hay un puesto, en el mercado de libros, que me gusta por la excentricidad de su librero. Un poco mayor que yo, canoso, con coleta y barba, es un hombre hablador y ocurrente. Estábamos tres lectores habituales, en una de las esquinas del puesto, y el librero hablaba de cómo aprendió a no ordenar sus libros por nuestra culpa. Cuando empezó, hace años, quería seguir un orden, a veces alfabético, a veces por temática, algo que nos hiciera fácil la búsqueda. Pero desistió. Los lectores sois unos cabrones, nos decía, buscáis y removéis entre las cajas y me hacéis creer que tengo libros atléticos capaces de saltar de una caja a otra. Hemos creado una librería-duna, y junto a una biografía de Churchill te encuentras con novelas de Rosamunde Pilcher, libros sobre la Antártida o poemarios de Derek Walcott. Encuentro cosas interesantes en su puesto, esta vez una trilogía de Danilo Kiš, El palacio de los sueños de Kadaré, los relatos de viajes por su India natal de Ruskin Bond y el propio Walcott. Le gusta recordar una anécdota de José Luis Cuerda cuando nuestra conversación intenta un arreglo perdurable del mundo. Cuerda, nos dice, se reunía con sus amigos. Había embutidos, queso, vino en la mesa. Arreglaban el mundo mientras duraban las raciones. Luego se despedían. Y es aquí donde viene su parte favorita. Nos dice, el librero, que Cuerda se sorprendía cómo, en ese rápido intervalo entre recoger la mesa y abrir la puerta, el mundo volvía a estar descompuesto. Y se ríe. Porque hacemos lo mismo, nos dice. Ahora podríamos ir al siguiente puesto, a un metro de distancia, y el mundo volvería a estar roto. 


Los lunes de Anay. Piruletas…


Miro el jardín y digo: "¡Primavera!"

                                                    CONCHA LAGOS


LEVEDAD

La muchacha
entona una canción elemental, insípida,
mientras va y viene por la casa.
Lleva un traje de flores
ordinario e insulso como los días lunes.
No es tonta,
pero nadie podría decir qué inteligente,
y menos aún qué gracia tiene.
Difícilmente podría recitar las capitales,
jamás
los elementos químicos
ni hablarnos de Beethoven o sor Juana.
La muchacha
llana y vulgar, se pinta ahora las uñas
tarareando su sonsa cantinela.
Su alegría de feria,
rutilante y hermosa en su simpleza,
cae sobre mis manos
escépticas y apáticas
comO un globo de helio que ha equivocado el rumbo.

                                                                          PIEDAD BONNET




Feliz lunes.

Un beso,

Anay.

domingo, 7 de abril de 2024

cuarenta años

Tenía nueve años cuando el Athletic ganó su última final. Es uno de los recuerdos exactos de mi infancia. En aquel año mi madre escribía al anochecer cartas en la cocina, mi padre, en las tardes claras de verano, volvía por el camino del río con una veintena de truchas sobre hojas de laurel —recuerdo las entrañas de las truchas en las manos de mi tía, algunas con docenas de pequeñas huevas, sus manos sangrientas y el cuerpo plateado de las truchas—, y mis hermanas y yo elegíamos un libro de la revista Círculo de lectores —y así llegaron El principito, Jim Botón y Lucas el Maquinista o Tom Sawyer—. Estos recuerdos se han permeabilizado con el paso del tiempo. De aquella final, la emoción del gol de Endika y la pelea final, que hoy, un niño de la edad que yo tenía en aquella copa, representaba para su hermana —se daban patadas y puñetazos, le decía mientras levanta las piernas y golpeaba al aire con firmeza y exageración—. Han pasado cuarenta años, ýb, con la rapidez que paso cuarenta páginas de un libro que me arrebata. Tal vez por eso lloré. Por las cartas que ya no escribe mi madre, por no acompañar a mi padre en sus tardes de pesca, por ese entusiasmo infantil ante cualquier historia, por todos los errores y dichas y días que no recuerdo, por todo este camino hasta esta tarde limpia de abril tras la lluvia.


Ayer vagabundeé por las calles de Bilbao en silencio, con una mochila con un par de libros de Kadaré y Avello, para sentir el ambiente y la energía circundante, toda esa esperanza en banderas rojiblancas por doquier, balcones, taxis, escaparates, incluso en collares de perros. Crucé el Guggenheim, rojiblanco a su estilo, y el parque donde leíste poemas bajo la lluvia, una plaza sin sombras y con tulipanes amarillos, la estatua de Mercurio/Hermes con sus pies alados en lo alto de un edificio. No me detuve a leer, sólo anduve en silencio, mi silencio, como si quisiera participar del momento y rodearlo al mismo tiempo, sorprendido por la pasión e intensidad de los otros.

Ayer, también, me reencontré en un bar de este pueblo con el jubilado del metro. Tomamos café mesa con mesa. Está a punto de cumplir noventa y cuatro años y lo que le enerva, escogió esa palabra, es que los demás crean que se inventa recuerdos o que no tiene nada que decir. No invento nada, me decía, ni son batallitas del abuelo, son mis vivencias —y recalcaba esa palabra, vivencias, y yo me sentía ante el lenguaje de un mundo en desvanecimiento—. Le gusta escribir recuerdos, y me preguntó si quería leer alguno. Asentí y sacó de su bandolera unas hojas escritas a mano, hojas pautadas con una letra grande que me recordaba a la de mis padres —y de nuevo, un mundo que desaparece—. Descubrí que sus recuerdos eran cartas de agradecimiento a este pueblo, al bar donde estábamos, a aquellos lugares y personas que le hacen sentir vivo. Me confesó que le gusta el diálogo: si no dialogo con el otro, cómo lo voy a conocer, decía. Y me dijo que mientras la cabeza le vaya bien seguirá con sus rutinas, que  no es un mueble, pero que cuando sienta que pierde la cabeza se quedará en casa. Cuando se marchó, se despidió hasta el lunes. Me sorprende su energía por demostrar que no inventa, que no cuenta batallitas, que su vida aún importa. No me habla del miedo a la muerte o al dolor o a caerse o al otro, sino que me repite que él aún es útil y que está vivo y que se le tenga en cuenta.

Toca elegir nueva lectura para esta semana intensa, con la campaña electoral y la gabarra. Ojalá encontrar algo que me ralentice, como el sirimiri.

jueves, 4 de abril de 2024

vínculos

Hoy, durante el reparto, buzoneé una carta, sólo una carta, escrita con bolígrafo azul, Pero hablé de ti a una vecina mientras le entregaba un certificado. Le pregunté si era la misma C. de los carteles del recital poético del próximo viernes. Me dijo que sí, que era el primer recital tras la pandemia, que ella se había animado pero que otras mujeres de la asociación ya no querían. Una perdió al marido, otras lo dejaron tras la pandemia, me dijo. C. es una mujer habladora y risueña y con una voz acogedora y cálida, me dice cariño —y una vez amante—, y se enfada cuando la trato de usted —de tú, háblame de tú, reniega siempre—. Sé que ese usted en mi trabajo es distancia y tiempo. Su vida no es fácil, ahora, el marido enfermo y los constantes cuidados. Como tantas mujeres en mi sección. Le dije que tenía una amiga poeta y le di tu nombre. Al cerrar la puerta me pidió que se lo repitiese. Para buscarte. 

Hay días así, de encuentros breves y tiernos. Hace tiempo que doy los buenos días a un octogenario con muletas cuando nos cruzamos en la estación, antes del primer metro. Levanto la vista del libro que esté leyendo en ese momento y le sonrío. Su andar me recuerda a mi padre, ese encogimiento extraño sobre sí mismo, la mirada perdida en el suelo y el miedo a tropezar. Hoy se paró por primera vez a hablar. Él también fue lector, donó sus libros a la biblioteca de Gernika porque no quería verlos desperdigados en casas ajenas, sólo conservó las obras completas de Blasco Ibáñez en tres tomos encuadernados en piel. Me contó que en su niñez les hacían leer El guerrero del antifaz pero que en las bibliotecas de sus abuelos encontraban libros prohibidos, que recordaba a una escritora de su juventud por una frase anticlerical y que un libro es el mejor amigo. Lees un capítulo, tiras el libro sobre una mesa y él no se enfada. Está ahí cuando vuelves, me dijo mientras guiñaba un ojo. Antes de bajarse, me confesó que iba a visitar a los amiguetes (eran las seis de la mañana), se tomaban un café juntos y charlaban; que estaba mal de las piernas pero no quería quedarse sentado y darle a la cabeza (y giró su dedo indicé sobre su sien), que no ha viajado mucho salvo en los libros.

Y hoy, también, me encontré con Vonnegut entre los libros devueltos de la biblioteca de mi sección. Humanos colisionando con humanos.

C. y este lector octogenario me acompañaron en este día en el que mi padre está aún más presente. Cada día un olor, una palabra, un objeto me llevan a él. Las hojas con las que sacaba sonidos de trompeta, sus lápices de carpintero tan diferentes a los míos, grandes, abultados y que trazaban gruesas marcas sobre la madera, las novelas del oeste que leía, el temblor en sus manos y piernas de sus últimos años y la altura de titán en mi infancia, los gestos medidos sobre su mesa de carpintero y sus brazos en jarras. Cada uno de nosotros somos un mundo en extinción y ojalá pudiéramos dejar un rastro más hondo y compartirlo con otros. Que no desaparezca en silencio. 

19.03.2024

lunes, 1 de abril de 2024

Los lunes de Anay. Arcén...


Es entonces, a mil metros de altitud, en un camino blanco —y antes rojizo—, con las sombras del cielo sobre los campos y las aldeas de la llanada, donde me detengo para escuchar el viento la soledad el silencio —y anular, así, el tiempo, pero no la memoria—. Atrás, en el camino, un castillo en ruinas entre aldeas amarillas y campos roturados y los primeros brotes. Y rodadas blancas en pinares que crujían como mástiles y sendas minerales hacia las cumbres de los montes. La raíz entre lo árido. 
Sólo viento soledad silencio en ese camino junto al cielo bajo, despojado de la palabra.


Los lunes de Anay. Arcén…

“Esto no es un paisaje.”

                                   ÁNGELES MORA


QUIZÁ

Quizá la emoción más grande de mi vida
fue una noche de calma, un bochorno,
como antes del terremoto,
Dios entró sigiloso, impalpable en mi cuarto
y me dijo: a ti, solo a ti,
te hago saber que no existo.

                                             CESARE ZAVATTINI
                                             (Versión de Juan Vicente Piqueras)





Feliz lunes.

Un beso,

Anay