Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 16 de agosto de 2015

Canciones de amor a quemarropa. Nickolas Butler



Hay seis voces. De cuatro hombres. Y una mujer. Y una pequeña ciudad del Medio Oeste americano. Seis voces que hablan de sueños y deseos, de amistad y la diferencia entre un pasado sencillo y un presente donde se acumula la melancolía y las preguntas sin resolver, de granjas e inviernos largos y fríos, de madurar y salir al mundo y volver al punto de partida en busca de refugio y aliento, de música hecha en un granero helado y con el corazón roto y de rodeos, de fábricas reconstruidas y viejos bares de veteranos, de bailes y bodas y amores que parecen firmes, de hombres que son islas y del tiempo que todo lo cambia, muchachos, recuerdos, calles.

Canciones de amor a quemarropa es un reencuentro, cuatro muchachos que vuelven a verse para la boda de uno de ellos y recuerdan gestos y pequeñas hazañas y heridas que no cicatrizaron. Lee, cantante de éxito, Henry, granjero que nunca salió del pueblo, Ronny, un hombre lento tras un accidente de rodeo, Kip, agente de bolsa que intenta sacar a flote la vieja fábrica, cuatro amigos que recuerdan lejanos momentos de gloria o instantes significativos donde todo cambió, que se pelean y se reconcilian, que ayudan al otro o se distancian por un tiempo. Y Beth, casada con Henry y en cuyos recuerdos se mezclan las dudas, la soledad y la lucha. Butler da la voz a cada uno de ellos, entremezcla los puntos de vista y amplia la mirada a una historia que suena a docenas de libros y novelas, que no sorprende por novedosa ni por el tono melancólico y reflexivo.

Lo mejor de Canciones de amor a quemarropa es la descripción de los días donde Lee compuso y grabó su primer disco, el frío y la soledad del invierno, el corazón roto y la sensación de fracaso, el sonido de los bosques, la nieve y el viejo granero, dejar todo lo que es, todo lo que siente, en diez canciones que suenan a invierno (y que imagino como Nebraska de Springsteen). Ahí, en esas páginas donde Nickolas Butler se centra en Lee y su primer disco, y en los momentos donde el pueblo parece un personaje más y envuelve o encierra a los personajes, hay algo que llega a emocionar.

Luego, las peleas, reconciliaciones y regresos, los secretos, los miedos, y la amistad, ver amanecer desde un tejado y comprobar el paso del tiempo en los edificios y en los sueños, una novela que tiene un ritmo y una letra conocidos y que se desliza cómodamente y sin sorpresas hacia el final. 





Esos hombres, esos hombres que se conocían de toda la vida. Esos hombres que habían nacido en el mismo hospital y a quienes había traído al mundo el mismo ginecólogo. Esos hombres que habían crecido juntos, que comían la misma comida, que cantaban en los mismos coros, que habían salido con las mismas chicas y que respiraban el mismo aire. Se relacionan con un idioma propio y exhiben sus propias señales invisibles, como los animales salvajes. Y a veces les basta con estar juntos andando por el bosque o viendo la tele o asando unos filetes en la parrilla. Esto yo lo he visto: días enteros partiendo troncos sin cruzar más que una docena de palabras. De no ser por esa sonrisa que tenían grabada en la cara, cualquiera diría que ya estaban hartos los unos de los otros o que se guardaban un odio atroz.

***

Vivo aquí, he escogido vivir aquí porque aquí la vida me parece real. Auténtica, verdadera. No sé; viable. Supongo que esto lo pensará todo el mundo. O tal vez no; no sé. ¿Qué pensaba Chloe de Nueva York? La ciudad palpita, todos los días y a todas horas, el tiempo se funde como el metal de soldadura: bien entrada la noche y por la mañana muy temprano, al alba y a mediodía, y por la tarde, y bien entrada la noche y por la mañana muy temprano, y vuelta a empezar, y allí nadie sale jamás de la isla, pasan setenta, ochenta, noventa años en un apartamento diminuto. Enamorados de la idea de verse varados.
Pero a mí nunca me enamoró Nueva York, o ninguna otra ciudad, dicho sea de paso. Ninguna de las ciudades en las que he estado de gira. Aquí la vida avanza con las estaciones. Aquí el tiempo se despliega lentamente, los momentos son las porciones de un deliciosísimo postre que saboreamos bien: bodas, nacimientos, graduaciones, inauguraciones y funerales. Aquí casi nunca cambia nada. Está Henry, en el campo, saludándome desde el tractor con su gorra. Está Ronny, en Main Street, dándole patadas a una piedra con sus botas de vaquero y las manos en los bolsillos. Está Beth, sentada con los niños en el Dairy Queen, limpiándoles el helado de la cara con una servilleta de papel mojada. Está Kip, parado delante de la fábrica hablando por el móvil y moviendo las manos como un excéntrico director de orquesta que hubiera perdido a sus músicos. Está Eddy, parado delante de la oficina de correos, con esa camisa blanca de manga corta que lleva remetida en los pantalones y le tira de la enorme barriga como si en la panza tuviera un spinnaker que una fortísima ráfaga de viento hubiera hinchado, comprándole una amapola de plástico a un veterano del Vietnam.
Y en los campos y los bosques: los incendios de primavera en las praderas y los depósitos de neumáticos que echan a arder y los esparcemierda que rocían lentamente los campos con fertilísimo estiércol. Las grullas canadienses y las grullas trompeteras, inmensas en el cielo como B-52s, y la infinidad de pájaros que vuelven a casa como cartas devueltas a su remitente y que en el cielo meten más ruido que una fiesta de bienvenida de las buenas. Y después llega el verano, llega el verde en tales profusiones que pensarías que tal vez el invierno nunca llegó a existir y que nunca más volverá. Días largos, días lánguidos, y el local del puesto ochenta y ocho de la asociación de veteranos de guerra es todo letreros de neón, todo ventanas abiertas, mosquiteras y una oscuridad cargada de humo y sudor. Y la fábrica de Kip proyectando sombras alargadas sobre todo el pueblo. Las palomas y las tórtolas que arrullan en la fábrica al amanecer cargado de frío y de rocío y que más tarde, con los primeros coches de la mañana, salen disparadas hacia los cielos azules mientras los granjeros llegan a beber café de gasolinera recalentado y donuts pasados, y a despotricar, desde la política hasta los impuestos, pasando por el precio de las materias primas y un largo etcétera. Los partidos nocturnos de softball en alguna cancha rural detrás de un bar de carretera donde las lámparas de nitrato de sodio atraen a millones de bichos y polillas, y las mujeres y las madres y las tías se sientan en las gradas mirando el móvil y limándose las uñas, fingiendo que miran al frente sin sentir gran interés por el desarrollo del juego. Y en los jardines traseros, la colada en los tendederos, restallando con esa brisa fresca que anuncia la llegada del otoño, la estación elegante, la estación de bufanda y chaqueta, la estación de la cosecha y de las ventanas abiertas en plena noche, la estación en la que mejor se duerme. Cuando en los campos todo espera a la siembra, el maíz amarillo blancuzco, seco como el papel, y la tierra, que primero habrá que arar para después dejar en barbecho hasta el año próximo. El aire de octubre lleno de polvo de maíz, tanto que cada puesta de sol se convierte en una postal, con colores como una explosión nuclear inofensiva. Y luego, la nieve. Nieve para cubrir el mundo entero, para cubrirnos a todos nosotros. Nuestro mundo, que se queda durmiendo y descansando y reponiéndose bajo esas mantas blancas del invierno. Los bosques, que en octubre arrojan confeti alucinógeno sobre un mundo que ahora aparece retraído, necesitado, sereno y, de repente, mucho más delgado, como los ancianos que saben que está a punto de llegarles la hora. El invierno: tú haz como los osos y quédate en casa hibernando, cada vez más pálido, leyendo novelas rusas y jugando al ajedrez por correo con parientes lejanos y amigos del instituto exiliados. El invierno: átate a los zapatos un par de patines como dos cuchillas y esculpe a tu paso un estanque helado, golpea un disco helado con un larguísimo palo de hockey y luego quédate quieto aguantando la respiración, sudando en esas temperaturas bajo cero. El invierno.

***

Y empezó a crecer la leyenda alrededor de esos diez primeros temas. Dónde los había grabado, cómo los había grabado, el desengaño amoroso, las drogas, el alcohol. Casi todo mentira. Esos primeros temas, el disco, Shotgun Lovesongs, me salió de dentro, eso es todo. Estaba cansado, supongo. Cansado de fracasar, cansado de viajar por el país, por el globo, cansado de ir de gira. De ir saltando entre ciudades donde nadie sabía quiénes éramos, quién era yo. De cantarle al público en Alemania y Francia y Bélgica mientras me preguntaba: «¿Esta gente entenderá una maldita palabra de lo que canto?». Y cuando la banda terminó separándose (como todas), de volver a casa sintiéndome el mayor fracasado del mundo. De pensar en buscar trabajo, en trabajos de verdad; en rendirme.
Dedicarse a la música es una locura. Es algo completamente ilógico. La mayoría de los músicos se las apaña a duras penas buscando un bolo aquí y otro bolo allá, contentísimos de poder tocar en bodas o en bar mitzvás. La mayoría de los músicos no tienen ni seguro ni grandes ingresos ni plan alguno sobre cómo abrirse camino. Pero los entiendo: están obsesionados, enamorados de la música,  enamorados de tocar junto a otras personas, de hacer feliz al público, de recibir la adulación que llega al final de una buena noche, como si, de repente, un pueblo entero decidiera adoptarte y cualquiera de los presentes estuviera dispuesto a darte alojamiento por una noche, a alimentarte, a dejarte ropa limpia y darte dinero para el taxi o el autobús de vuelta a casa.
De niño, tumbado en la cama, oía esos rifs, esas palabras, y podía verlos todos, uno encima del otro, veía cómo debían encajar y cristalizar. Supongo que por aquel entonces en mi cabeza sonaban, sobre todo, ecos de Bob Dylan y Neil Young, variaciones de sus piezas. Pero incluso entonces aprendía, construía mi propio sonido, mi propio estilo. De noche todavía me cuesta dormir, temo que si no me levanto de la cama a escribirlas, las ideas se volatilizarán y ya no podré recuperarlas nunca más. Prefiero quedarme despierto hasta el alba escribiendo un montón de tonterías que nunca funcionarán a sentirme descansado pero incapaz de reconstruir algo que, quién sabe, podría haber sido bueno. En casa, casi todos los cajones están llenos de trozos de papel en los que he escrito divagaciones inconexas, poemitas o imágenes que quería incluir en canciones futuras. Al lado de la cama tengo un bloc de folios amarillos más emborronados que si les hubiera estallado encima una caja entera de bolígrafos. Y aquí estaba. De vuelta en Little Wing.
Nickolas Butler. Canciones de amor a quemarropa. Traducción de Marta Alcaraz. Libros del Asteroide.

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