Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 20 de agosto de 2015

Flores de sombra. Aharon Appelfeld



Si en El pájaro pintado, un niño, tomado por judío o gitano, deambulaba por una tierra inhóspita y cruel durante la segunda guerra mundial y asiste a la degradación última del ser humano, en Flores de sombra hay otro niño que escapa del gueto y se esconde en la recámara de un burdel para sobrevivir a la persecución contra los judíos, ambos niños testigos de una violencia llevada al extremo, descarnada e irracional, que les hace cuestionarse el mundo en el que viven.

Flores de sombra se inicia con la lucha de unos padres por mandar a sus hijos fuera del gueto antes de las selecciones, los trenes, los campos de concentración y los crematorios. Hugo espera a que vayan a por él y reunirse con sus amigos en lejanas aldeas y reanudar sus juegos. Su madre sólo consigue una recamara en la habitación de una prostituta, Mariana. Y es ahí, en ese encierro, donde Hugo asiste a un mundo nuevo que le llega a oleadas. Los olores y los diálogos de Mariana con sus clientes alemanes, los lloros, la rabia, la pereza y la alegría temporales, los libros de Verne y Karl May, los recuerdos y los sueños que se mezclan en la oscuridad y que hacen que Hugo piense en sus padres, el pasado inalcanzable y el futuro una incógnita, el miedo y el avance de la guerra y los registros en busca de judíos y el sonido de las bombas, la vida que pasa de algo concreto a la abstracción, el cuerpo de Mariana como algo nuevo por descubrir, como un inicio y un refugio. En la recámara asfixiante, Hugo escucha y duerme y cruza la realidad con las ensoñaciones y ve cómo se alejan los recuerdos de su vida, otro sueño dentro de la recámara.

Aharon Appelfeld se centra en la relación entre Mariana y Hugo, en cómo los dos, perseguidos y señalados, intentan formar un frente común ante la crueldad que les rodea.  Mariana y Hugo saldrán de la recámara, vagarán por un paisaje en guerra, buscarán una mano amiga y descubrirán su condición de apestados, las miradas y los gestos desafiantes, las puertas cerradas, la tensión en su huida y el sonido de sus perseguidores, Hugo que intenta regresar al mundo y las creencias de los que partió, Mariana que intenta encontrar en un Dios personal salvación y comprensión. Appelfeld escribe de manera sencilla este peregrinaje Hugo y Mariana, frases cortas y a veces poéticas, dos perdedores que intentan sobrevivir a la locura desatada y que aún conservan algunos sueños y esperanzas.

Appelfeld habla de la amistad y el amor y, de fondo, los excesos y la violencia nazi, la llegada de los rusos, los campos de concentración, el hambre y la incomprensión. Y lo hace con sencillez, ternura, dolor y pausa.





Pasada la medianoche, casi a punto de congelarse, encontraron una taberna vacía cuyo propietario aceptó hospedarlos. Mariana estaba borracha y no paraba de expresar su gratitud al dueño, que no se dejó impresionar por los agradecimientos y exigió un pago. Mariana le dio un billete y él reclamó más. Ella accedió y pidió una manta. Los pies de Hugo estaban fríos como el hielo, y Mariana los frotó con fuerza. Al final se acurrucaron el uno en el otro y se quedaron dormidos.
Se despertaron temprano y al instante se pusieron en camino. «Es preferible un día de aguacero a una recámara mohosa», opinó Mariana. Afortunadamente encontraron un árbol de copa ancha y enseguida se dispusieron a encender una hoguera.
La nieve derretida dejó al descubierto la tierra negra que había permanecido oculta durante todo el invierno. De las chimeneas de las casas salía un humo fino, era una hora tranquila e inocente. Mariana estaba especialmente guapa aquella mañana. Sus grandes ojos estaban abiertos y su largo cuello la favorecía.
Cuando acabó de tomarse el té y de dar unos tragos de la botella, el corazón de Mariana se abrió.
—Mi vida ha sido un desastre desde el principio —dijo—. No quiero culpar a mi padre ni a mi madre. Antes los culpaba y les achacaba todos mis males. Ahora sé que la causa era mi efervescencia juvenil. Yo era joven y guapa y todos iban detrás de mí. Entonces aún no sabía que eran unos depredadores, que sólo querían mi carne. Ellos me enseñaron a beber y a fumar. Tenía trece años, catorce, estaba cegada por el dinero que me daban. Creía que sería así de por vida. No sabía que me estaban envenenando. A los catorce años ya no podía pasar sin coñac. Mis padres me repudiaron, y ni siquiera me permitían entrar en casa. «Estás perdida», me dijeron, y a mí no me cabía la menor duda de que eran unos malvados y de que se arrepentirían. Después, de burdel en burdel, de madama en madama. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento para que sepas que la vida de Mariana ha sido un desastre desde el principio. Ahora ya no se puede arreglar.
—¿Por qué?
—Porque gran parte de mi cuerpo está devorado. Los lobos han acabado con él. No espero compasión o quién sabe qué. Los rusos dicen que quien se ha acostado con los alemanes lo pagará caro. Supongo que tampoco Dios se pondrá de mi lado. Le he ignorado toda la vida.
—Pero Dios está lleno de gracia y perdona —intervino Hugo.
—A quienes lo merecen, a quienes van por su camino y hacen todo lo que Él les pide.
—Tú Le quieres mucho.
—Es un amor tardío. Durante muchos años me rebelé contra Él.
Hasta qué punto tenía razón se hizo evidente ese mismo día. La gente los maltrataba allí donde se dirigieran, les tiraba piedras, los insultaba y les azuzaban los perros. Mariana se defendía con un palo y soltaba terribles insultos. La llamaban «sierva de los alemanes» y ella los llamaba «hipócritas» y «bastardos». La hirieron en el cuello, y eso aumentó su ira y soltó su lengua.
Flores de sombra. Aharon Appelfeld. Traducción de Raquel García Lozano. Galaxia Gutenberg.

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