Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 6 de agosto de 2015

John Hersey en Hiroshima



El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad. Había escuchado versiones dolorosamente pormenorizadas de bombardeos masivos a Kure, Iwakumi, Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la ciudad.
El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro con raya en medio y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin embargo fogoso. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitados días previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Matsuo, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia prudente de los probables blancos de los ataques. Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empujar él mismo una carretilla para transportar sillas, himnarios, Biblias, objetos de culto y registros de la iglesia, pero la consola del órgano y un piano vertical le exigían pedir ayuda. El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Por eso se había levantado tan temprano.
El señor Tanimoto se preparó el desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas se sintiese preparado para el trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y, encontrándose entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se sentía cada vez más incómodo. La policía lo había interrogado varias veces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kishen Kaisa, anticristiano y famoso en Hiroshima por su ostentosa filantropía y notorio por su tiranía, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era fiable. En forma de compensación, y para aparecer públicamente como un buen japonés, el señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta responsabilidad había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa antiaérea para unas veinte familias.
Esa mañana, antes de las seis, el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que sería su carga: un tansu, cómoda japonesa llena de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano. Los dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía la forma de un abanico: estaba construida principalmente sobre seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia fuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el aeropuerto y el mar Interior, tachonado de islas. Una cadena de montañas recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron dos de los ríos hacia las empinadas calles de Koi, y subieron por éstas hacia las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento.) Empujar el carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras empujar su carga hasta la entrada y las escaleras delanteras, los hombres hicieron una pausa para descansar. Un ala de la casa se interponía entre ellos y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía de un sólido tejado soportado por paredes de madera y una estructura también de madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir, parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable.
Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía un haz de sol. Tanto él como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión. El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se sepultó entre las mantas. El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se echó al suelo entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a treinta y dos kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí.)
Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de cemento de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa. Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que habían estado cavando en la ladera opuesta uno de los miles de refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina por colina, vida por vida; los soldados salían del hoyo donde en teoría deberían haber estado a salvo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.
Bajo lo que parecía ser una nube de polvo local, el día se hizo más y más oscuro.

***

La gente siguió llegando en tropel al parque Asano durante todo el día. Esta propiedad privada estaba a una buena distancia de la explosión por lo que sus bambúes, pinos, laureles y arces se habían mantenido con vida, y un lugar verde como ése era una invitación páralos refugiados: en parte porque creían que si regresaban los norteamericanos bombardearían sólo edificios; en parte porque el follaje parecía una isla de frescura y vida, y los jardines de piedra, de una precisión exquisita, con sus estanques apacibles y sus puentes arqueados, eran muy japoneses, normales, seguros; y en parte debido a una urgencia irresistible y atávica de estar debajo de hojas. La señora Nakamura y sus hijos estuvieron entre los primeros en llegar, y se instalaron en el bosquecillo de bambú cerca del río. Todos estaban sedientos, y bebieron agua del río. De inmediato sintieron náuseas y comenzaron a vomitar, y todo el día sufrieron arcadas. Otros tuvieron náuseas también; pensaron (probablemente debido al fuerte olor de la ionización, un "olor eléctrico" producido por la fisión de la bomba) que era un gas lanzado por los norteamericanos lo que los hacía sentirse enfermos. Cuando el padre Kleinsorge y los otros sacerdotes llegaron al parque, saludando a sus amigos al pasar, los Nakamura estaban enfermos y abatidos. Una mujer llamada Iwasaki, que vivía en la vecindad de la misión y estaba sentada cerca de los Nakamura, se levantó y preguntó a los sacerdotes si debía quedarse donde estaba o ir con ellos. El padre Kleinsorge dijo: "No sé cuál será el lugar más seguro". Ella se quedó donde estaba; más tarde, aunque no tenía ni heridas ni quemaduras visibles, murió. Los sacerdotes avanzaron junto al río y se acomodaron entre unos arbustos. El padre La Salle se recostó e inmediatamente se quedó dormido. El estudiante de teología, que llevaba las sandalias puestas, había traído consigo un atado de ropas en el cual había empacado dos pares de zapatos de cuero. Cuando se sentó con los demás, se percató de que el atado se había roto y dos zapatos se habían perdido: ahora sólo le quedaban los dos izquierdos. Volvió sobre sus pasos y encontró uno derecho. Cuando regresó junto a los sacerdotes, dijo: "Es gracioso ver que las cosas ya no importan. Hasta ayer, estos zapatos fueron mis pertenencias más apreciadas. Hoy, ya no me importan. Un par es suficiente".
El padre Cieslik dijo: "Lo sé. Yo empecé a empacar mis libros, y después me dije: 'Éste no es momento para libros'".
Cuando llegó el señor Tanimoto, todavía con su tazón en la mano, el parque estaba repleto de gente y no era fácil distinguir a los vivos de los muertos, pues la mayoría tenían los ojos abiertos y estaban inmóviles. Para un occidental como el padre Kleinsorge, el silencio en el bosquecillo junto al río, donde cientos de personas gravemente heridas sufrían juntas, fue uno de los fenómenos más atroces e imponentes que jamás había vivido. Los heridos guardaban silencio; nadie lloraba, mucho menos gritaba de dolor; nadie se quejaba; de los muchos que murieron, ninguno murió ruidosamente; ni siquiera los niños lloraban; pocos hablaban siquiera. Y cuando el padre Kleinsorge dio a beber agua a algunos cuyas caras estaban cubiertas casi por completo por las quemaduras, bebían su ración y enseguida se levantaban un poco e inclinaban la cabeza en señal de gratitud.
El señor Tanimoto dio la bienvenida a los sacerdotes y miró alrededor, buscando a otros amigos. Vio a la señora Matsumoto, esposa del director de la Escuela Metodista, y le preguntó si tenía sed. Ella dijo que sí, y él le trajo agua en su tazón desde una de las piscinas de los jardines de piedra. Entonces decidió que intentaría regresar a su iglesia. Entró en Nobori-cho por el camino que los sacerdotes habían tomado al escapar, pero no llegó lejos; el fuego en las calles era tan feroz que se vio obligado a regresar. Fue a la orilla del río y empezó a buscar un bote en el cual pudiera llevar a los heridos más graves al otro lado, lejos del fuego que seguía propagándose. Pronto encontró una batea de buen tamaño arrimada a la arena, pero su interior y sus alrededores formaban una escena horrible: cinco hombres casi desnudos y gravemente quemados que debían de haber muerto más o menos al mismo tiempo, porque la posición de sus cuerpos sugería que entre todos habían intentado empujar el bote hacia el río. El señor Tanimoto los alzó y los sacó del bote, y experimentó tal horror por el hecho de molestar a los muertos —impidiéndoles echar su nave al agua y emprender su fantasmal camino— que dijo en voz alta: "Por favor, perdonen que me lleve este bote. Lo necesito para ayudar a otros que están vivos". Era una batea pesada, pero el señor Tanimoto se las arregló para deslizaría dentro del agua. No tenía remos, y lo único que pudo encontrar para impulsarse fue un poste seco de bambú. Llevó el bote río arriba hasta la zona más poblada del parque y empezó a transportar a los heridos. Podía llenar el bote con diez o doce para cada trayecto, pero en el centro el río era demasiado profundo, y el señor Tanimoto se veía obligado a remar con el bambú, por lo cual en cada viaje tardaba mucho tiempo. Así trabajó durante varias horas.
En las primeras horas de la tarde, el fuego irrumpió en los bosques del parque Asano. El señor Tanimoto se percató de ello cuando vio desde su bote que mucha gente se había acercado a la orilla. Apenas hubo alcanzado la arena, subió para investigar, y al ver el fuego gritó: "¡Que vengan conmigo todos los hombres que no estén malheridos!". El padre Kleinsorge acercó al padre Schiffer y al padre La Salle a la orilla y le pidió a los demás que los llevaran al otro lado del río si el fuego se acercaba demasiado, y enseguida se unió a los voluntarios de Tanimoto. El señor Tanimoto mandó a algunos en busca de baldes y cuencos y a otros les dijo que golpearan con sus ropas los arbustos incendiados; cuando hubo utensilios a mano, Tanimoto les hizo formar una cadena de baldes desde uno de los estanques del jardín de piedra.
El equipo luchó contra el fuego durante más de dos horas, y poco a poco apagaron las llamas. Mientras los hombres del señor Tanimoto trabajaban, en el parque la gente atemorizada se acercaba más y más al río, y finalmente la muchedumbre comenzó a empujar al agua a los desafortunados que estaban en la orilla. Entre los que fueron empujados al agua y se ahogaron estaban la señora Matsumoto, de la Escuela Metodista, y su hija.
Cuando el padre Kleinsorge regresó de apagar el fuego, encontró al padre Schiffer todavía sangrando y terriblemente pálido. Algunos japoneses lo rodeaban, mirándolo fijamente, y el padre Schiffer susurró con una débil sonrisa: "Es como si ya me hubiera muerto". "Todavía no", dijo el padre Kleinsorge. Había traído consigo el botiquín de primeros auxilios del doctor Fujii, y había notado que entre la multitud se encontraba el doctor Kanda, así que lo buscó y le pidió que vendara las heridas del padre Schiffer. El doctor Kanda había visto a su mujer y a su hija muertas en las ruinas del hospital; ahora estaba sentado con la cabeza entre las piernas. "No puedo hacer nada", dijo. El padre Kleinsorge envolvió con más vendas la cabeza del padre Schiffer, lo llevó a un lugar empinado y lo acomodó de manera que su cabeza quedara levantada, y pronto disminuyó el sangrado.
Entonces se oyó el rugido de aviones acercándose. Alguien en la multitud que estaba cerca de la familia Nakamura gritó: "¡Son Grummans que vienen a bombardearnos!". Un panadero llamado Nakashima se puso de pie y ordenó: "Todos los que estén vestidos de blanco, quítense la ropa". La señora Nakamura les quitó las camisas a sus niños, abrió su paraguas y los obligó a meterse debajo. Muchas personas, incluso las que tenían quemaduras graves, se arrastraron bajo los arbustos y allí se quedaron hasta que el murmullo, evidentemente producido por una ronda de reconocimiento o de aviones meteorológicos, acabó por extinguirse.
Comenzó a llover. La señora Nakamura mantuvo a sus niños bajo el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes para ser normales, y alguien gritó: "Los norteamericanos están arrojando gasolina. ¡Nos van a quemar!". (Esta alarma nació de una de las teorías que circulaban en el parque acerca de las razones por las cuales Hiroshima había ardido de esa manera: un solo avión había rociado gasolina sobre la ciudad y luego, de alguna forma, le había prendido fuego en un instante.) Pero las gotas eran de agua, evidentemente, y mientras caían el viento sopló con más y más fuerza, y
de repente -quizá debido a la tremenda convección generada por la ciudad en llamas- un remolino atravesó el parque. Árboles inmensos fueron derribados; otros, más pequeños, fueron arrancados de raíz y volaron por los aires. En las alturas, un despliegue caótico de cosas planas se revolvía dentro del embudo serpenteante: pedazos de un tejado de hierro, papeles, puertas, trozos de esteras. El padre Kleinsorge cubrió con una tela los ojos del padre Schiffer, para que el pobre hombre no creyera que estaba enloqueciendo. El vendaval arrastró por el terraplén a la señora Murata -el ama de llaves de la misión, que estaba sentada cerca del río—, la llevó contra un lugar pando y rocoso, y salió del agua con los pies descalzos cubiertos de sangre. El vórtice se trasladó al río, donde absorbió una tromba y finalmente se extinguió.
Después de la tormenta, el señor Tanimoto comenzó de nuevo a transportar gente, y el padre Kleinsorge le pidió al estudiante de teología que cruzara el río, fuera hasta el noviciado jesuita en Nagatsuka, a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad, y pidiera a los sacerdotes del lugar que trajeran ayuda para el padre Schiffer y el padre La Salle. El estudiante subió al bote del señor Tanimoto y partió con él. El padre Kleinsorge preguntó a la señora Nakamura si le gustaría ir a Nagatsuka con los curas cuando ellos vinieran. Ella dijo que tenía demasiado equipaje y que sus niños estaban enfermos -aún vomitaban de vez en cuando, y, para ser exactos, también ella-, y temía por lo tanto que no sería capaz. Él dijo que quizá los padres del noviciado podrían venir a buscarla al día siguiente con un carrito.
Al final de la tarde, cuando pudo quedarse durante un rato en la orilla, el señor Tanimoto —de cuya energía muchos habían llegado a depender— oyó que había gente pidiendo con súplicas algo de comer. Consultó con el padre Kleinsorge, y decidieron regresar a la ciudad para traer arroz del refugio de la misión y también de la Asociación de Vecinos. El padre Cieslik y otros dos o tres los acompañaron. Al principio, cuando se vieron entre las filas de casas derribadas, no supieron bien dónde se encontraban; el cambio había sido demasiado repentino: de una ciudad activa de doscientos cincuenta mil habitantes en la mañana, a un montón de residuos en la tarde. El asfalto de las calles estaba aún tan caliente y tan blando debido a los incendios, que caminar sobre él resultaba incómodo. Sólo se toparon con una persona, una mujer que les dijo al pasar: "Mi marido está en esas cenizas". Al llegar a la misión —aquí, el señor Tanimoto se separó del grupo—, el padre Kleinsorge sintió consternación al ver el edificio arrasado. En el jardín, de camino al refugio, se fijó en una calabaza asada sobre la enredadera. El padre Cieslik y él mismo la probaron, y sabía bien. Su propia hambre los sorprendió, y se comieron un buen pedazo. Sacaron varias bolsas de arroz y recogieron varias calabazas asadas y excavaron algunas patatas que se habían cocinado bajo tierra. En el camino de regreso los alcanzó el señor Tanimoto. Una de las personas que lo acompañaban llevaba utensilios de cocina. En el parque, el señor Tanimoto organizó a las mujeres con heridas más leves para que se hicieran cargo de la cocina. El padre Kleinsorge le ofreció un poco de calabaza a la familia Nakamura, y ellos la probaron, pero no pudieron evitar vomitarla. El arroz resultó suficiente para alimentar a cien personas.
Antes de que anocheciera el señor Tanimoto se topó con una joven de veinte años, la señora Kamai, vecina de los Tanimoto. Estaba de cuclillas sobre la tierra con el cuerpo de su niña pequeña en los brazos. Era evidente que el bebé llevaba muerto todo el día. La señora Kamai se levantó de un brinco al ver al señor Tanimoto y le dijo: "¿Podría usted tratar de encontrar a mi marido, por favor?".
El señor Tanimoto sabía que el marido había sido reclutado por el Ejército el día anterior; en la tarde, los Tanimoto habían recibido a la señora Kamai, y habían intentado hacerle olvidar lo sucedido. Kamai se había presentado en los Cuarteles Regionales del Ejército en Chugoku -cerca del antiguo castillo en medio de la ciudad- donde unos cuatro mil soldados habían sido apostados. A juzgar por los muchos soldados mutilados que el señor Tanimoto había visto durante el día, supuso que los cuarteles habían sufrido daños graves a causa de lo que fuera que había golpeado a Hiroshima. Supo que no tenía la más mínima posibilidad de encontrar al marido de la señora Kamai, incluso si emprendía su búsqueda. Pero quiso levantarle el ánimo. "Lo intentaré", dijo.
"Tiene que encontrarlo", dijo ella. "Él quería mucho a nuestra niña. Quiero que la vea por última vez."

***

Cerca de una semana después de que cayera la bomba, un rumor vago e incomprensible llegó a Hiroshima: la ciudad había sido destruida por la energía que se libera cuando los átomos, de alguna manera, se parten en dos. Estos informes, transmitidos de boca en boca, se referían al arma con el término genshi bakudan, cuyas raíces pueden describirse como "bomba primogénita". Nadie entendió la idea, ni le dio más crédito del que se le daba al polvo de magnesio, por ejemplo. Los diarios que se traían de otras ciudades seguían ateniéndose a declaraciones extremadamente generales como la que hizo Domei el 12 de agosto: "No podemos más que reconocer el tremendo poder de esta bomba inhumana". Para este momento, físicos japoneses habían entrado en la ciudad con electroscopios Lauritsen y electrómetros Neher; habían entendido la idea perfectamente.

***

La ciudad fue invadida por los científicos. Algunos medían la fuerza que había sido necesaria para desplazar lápidas de mármol en los cementerios, para tumbar veintidós de los cuarenta y siete vagones de tren que había en los patios de la estación de Hiroshima, para levantar y mover la calzada de cemento de uno de los puentes y para llevar a cabo otros notables actos de fuerza, y concluyó que la presión ejercida por la explosión varió entre 5.3 y 8 toneladas por metro cuadrado. Otros encontraron que la mica (cuya temperatura de fundición es 900°C) se había fundido con lápidas de granito a 350 metros del centro; que postes de teléfono fabricados en Cryptomeria japonica, cuya temperatura de carbonización es de 240°C, se habían carbonizado a 4.000 metros del centro; y que la superficie de las tejas de arcilla gris que se usaban en Hiroshima, cuya temperatura de fundición es de 1300°C, se había derretido a 546 kilómetros; y, tras examinar otros restos de cenizas significativos, concluyeron que la temperatura de la tierra en el centro del impacto debió de ser de 6.ooo°C. Otras mediciones de la radiación —que incluyeron fragmentos de fisión incrustados en tuberías y desagües, en lugares tan apartados como el suburbio de Tasaku, a poco más de 3.000 metros del centro-proporcionaron datos mucho más significativos acerca de la naturaleza de la bomba. El cuartel general del General MacArthur censuró sistemáticamente toda mención de la bomba en publicaciones científicas japonesas, pero el fruto de los cálculos de los científicos pronto fue del dominio público entre los físicos japoneses, y también entre doctores, químicos, periodistas, profesores y, sin duda, entre los militares y hombres de Estado que estaban aún en activo. Mucho antes de que se informara al público norteamericano, la mayor parte de los científicos y muchos de los no científicos del Japón sabían -a partir de los cálculos de los físicos nucleares japoneses- que una bomba de uranio había explotado en Hiroshima y otra más poderosa, de plutonio, en Nagasaki. También sabían que una bomba diez o veinte veces más poderosa podía ser desarrollada, por lo menos en teoría. Los científicos japoneses creían saber exactamente a qué altura había explotado la bomba de Hiroshima y el peso aproximado del uranio usado. Calculaban que, incluso en el caso de la bomba de Hiroshima, para proteger por completo a un ser humano de la radiotoxemia se necesitaba un refugio de cemento de ciento treinta centímetros de grosor. Este material - que era información reservada de los Estados Unidos- fue impreso, mimeografiado y encuadernado en libros pequeños. Los norteamericanos sabían de su existencia, pero rastrearlo y asegurarse de que no cayera en las manos equivocadas obligaría a las fuerzas de ocupación a desplegar un enorme sistema policial en Japón, sólo para este propósito. A los científicos japoneses en general les divirtió, de alguna manera, el esfuerzo de sus conquistadores por mantener la seguridad sobre la fisión atómica.
John Hersey. Hiroshima. Traducción de Juan Gabriel Vásquez. Debolsillo

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