Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 24 de agosto de 2015

Pnin. Vladimir Nabokov




Pnin es un emigrante ruso, un extranjero en Estados Unidos, un profesor sin alumnos que intenta sobrevivir en un entorno nuevo y desconocido, un hombre torpe que no domina el inglés y confunde palabras y alarga letras, que sufre pequeñas alteraciones cardíacas que le llevan a recordar su infancia y su vida antes de los constantes viajes o convocan ausencias y muertos, y que aún sigue enamorado de su ex-mujer, alguien siempre al margen, testigo de vidas ajenas, de reglas desconocidas, de aparatos eléctricos que parecen revelarse, un desarraigado que asiste atónito a las escaramuzas entre profesores universitarios y a los cócteles tan extraños y diferentes a los rusos a parisinos, un hombre que vive entre fronteras y que intenta adaptarse a esa indefinición.

El primer capítulo de Pnin promete un libro inteligente y divertido, la presentación de Pnin, un emigrante ruso despistado que va en un tren equivocado hacia una conferencia. Pnin es optimista y cuadriculado, un hombre extraño en un nuevo país que deja atrás las convenciones de la burguesía del viejo mundo para darse baños de sol y llevar camisetas y pantalones holgados, un profesor de ruso con media docena de alumnos y un humor que sólo él entiende, una figura extraña que imitar y ridiculizar en los cócteles.


¿Cómo podríamos diagnosticar su triste caso? Pnin, habría sobre todo que subrayar,  era lo menos parecido a esa bonachona vulgaridad alemana que se conocía durante el siglo pasado con el calificativo de der zerstreute Professor. Por el contrario, era un hombre exageradamente cauteloso, exageradamente en guardia ante las trampas diabólicas, exagerada y dolorosamente alerta ante la posibilidad de que  su excéntrico medioambiente (la imprevisible América) le indujera mediante engaños a incurrir en cualquier tipo de descuido. Era el mundo el que andaba siempre despistado, y a Pnin le correspondía la misión de enderezarlo. Su vida era una lucha constante con insensatos objetos que se rompían, o que le atacaban, o que se negaban a funcionar, o que se perdían maliciosamente en cuanto entraban en la esfera de su existencia. Su torpeza manual alcanzaba extremos infrecuentes; pero como sabía manufacturar en un abrir y cerrar de ojos una armónica de una sola nota con una vaina de guisante, hacer que una piedra plana rebotara diez veces en la superficie de un estanque, formar con sus nudillos la sombra chinesca de un conejo (con su parpadeante ojo incluido), y hacer algunas otras inocentes gracias de esas que los rusos llevan ocultas en la manga, creía poseer un considerable grado de habilidad manual y mecánica. Los artilugios modernos le hechizaban, provocándole una curiosa forma de deslumbrado y supersticioso placer. Le encantaban los aparatos eléctricos. Los plásticos le hacían levitar. Sentía una profunda admiración por las cremalleras. Pero el reloj que enchufaba devotamente por la noche le echaba a perder sus mañanas cada vez que una tormenta nocturna paralizaba la central eléctrica de la zona. La montura de sus gafas se le partían por la mitad, dejándole con u par de piezas idénticas que él trataba de unir con la esperanza, quizá, de que algún prodigio de restauración orgánica acudiera en su ayuda. La cremallera que mayor importancia tiene para los caballeros solía estropeársele y abrírsele desconcertadamente en la pesadilla de ciertos momentos de desesperada prisa.


A partir de ese primer capítulo, el libro va a trompicones, los capítulos se suceden como relatos cortos, las andanzas quijotescas de Pnin en la universidad y en sus diferentes habitaciones alquiladas, los recuerdos de París y el encuentro con una mujer que le convierte en una especie de pelele, un enamorado eterno, las reuniones con otros rusos emigrados que destilan melancolía y humor, las visiones de su pasado que le traen imágenes entre la realidad y el sueño (la imagen de una ardilla que se repite a lo largo del libro, una ardilla que aparece en un cuadro de una de sus visiones de infancia y que reaparecerá a su alrededor una y otra vez), la soledad y las pequeñas ciudades del nuevo mundo. La escritura de Nabokov es, a veces voluptuosa, a veces densa y aburrida.

Lo mejor de Pnin es la extrañeza de un emigrante en un nuevo mundo, su intento de integrarse en un país desconocido, la nostalgia de un pasado en París y un amor idiota hacia una mujer que lo empequeñece. En el último capítulo el narrador se da a conocer. Durante la novela, el narrador habla de las andanzas de Pnin, sus clases y su metódica vida. Y es en ese último capítulo donde parece desplomarse la voz del narrador, donde que hemos asistido a una vida en la frontera entre la invención y la realidad. Pnin fue una lectura irregular, algún buen momento aislado entre capítulos aburridos.






No sé si alguien ha subrayado alguna vez antes de ahora que una de las principales características de la vida es su aislamiento. Si no tenemos una película de carne que nos envuelva, morimos. El ser humano existe sólo en la medida en que está separado de lo que nos rodea. El cráneo es el casco del viajero espacial. El que sale de él, perece. La muerte es desnudamiento; la muerte es comunión. Puede que mezclarse con el paisaje sea maravilloso, pero hacerlo supone el punto final para nuestro tierno yo. La sensación que experimentó el pobre Pnin era muy parecida a ese desnudamiento, a esa comunión.
Vladimir Nabokov. Pnin. Traducción de Enrique Murillo. Editorial Anagrama.

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