Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 21 de noviembre de 2015

inicio de Una casa de tierra. Woody Guthrie


El viento de las llanuras altas entonó un cántico agudo y solitario a través de las hojas de las juncias secas. Había cosas sueltas que se movían en el aire, pero el polvo se hallaba suspendido en él muy cerca de la tierra.
Era ya de día. El cielo estaba azul. Unos cuantos nubarrones hinchados y de aspecto blanquecino arrastraban su sombra como sábanas oscuras por la tierra llana de Cap Rock. Cap Rock es ese despeñadero tortuoso de piedra caliza, roca de arena, mármol y sílex que divide las llanuras del oeste bajo de Texas de las llanuras del norte alto del panhandle. Los cañones, los lechos secos de los ríos, los arroyos arenosos, las zanjas, las barrancas que con el despeñadero de Cap Rock forman el cementerio de las civilizaciones indias del pasado, los campos de pruebas de hordas de murciélagos de alas de cuero, campos resecos llenos de huesos y dientes de tamaño monstruoso, campos donde posarse, y anidar, y donde cría la gran águila parda de cabeza pelada. Guaridas de serpientes de cascabel, lagartos, escorpiones, arañas, liebres, conejos de cola de algodón, hormigas, mariposas cornudas, lagartos cornudos y vientos y estaciones lacerantes. Todo ello nacido del despeñadero de Cap Rock y rebosante de vida y movimiento en unión de todo lo demás, y de los esqueletos momificados de pobladores primitivos de todos los colores. Un mundo próximo al sol, más próximo al viento, los nubarrones, las riadas, los barros espesos, las cosas polvorientas y secas que pierden pie en este mundo y hacen volar y rodar alambradas como si fueran plantas rodadoras, y dan su último brinco terrenal allá en el viento del norte, en las planicies altas del norte, que descienden hasta las llanuras algodonosas —más arenosas— que empiezan a formarse al oeste de Clarendon.
Un mundo de grandes casas de piedra de doce habitaciones, casas de madera de diez habitaciones, y un mundo de casuchas. Hay más casuchas pandeadas y podridas que bonitas casas de madera, y todas las casuchas miran a las casas más grandes y las maldicen, les gritan, les aúllan y les hacen preguntas sobre la podredumbre, la suciedad, el dolor, la miseria, la decadencia de la tierra y de las familias. Estallan todo tipo de peleas entre las casas más pequeñas, entre las casuchas y las casas más grandes. Y esto es válido también en la ciudad, donde las casas están pegadas unas a otras, y para las tierras de las granjas y los ranchos donde el viento sopla alto, ancho, airoso, y las casas están muy separadas unas de otras. El viento azota todo este escenario. Y la gente trabaja duro cuando sopla el viento —e incluso batalla con más fuerza cuando el viento sopla—, y éste es el seno del cañón, el lecho emblemático, el camastro plano tendido en la tierra donde el propio viento tuvo su nacimiento.
Las tierras rocosas que rodean el despeñadero de Cap Rock se hallan en su mayoría alisadas por las cosas suicidas que las azotan. El propio despeñadero y los cañones que van a dar a él son bancos de arcilla y estratos de arena, depósitos de grava y rocas de sílex, de arenisca, mezclas volcánicas de lavas secas, y en algunos lugares el despeñadero exhibe una peluca de hermosas juncias que atraen a algún búfalo, antílope o res que se ha alejado de los pastos, y que luego se desliza bajo las patas y envía más carne y sangre a las moscas y los buitres, más comida caliente despeñadero abajo a los colmillos blancos de los coyotes, los lobos, las zarigüeyas, los mapaches y las mofetas.
El viejo abuelo Hamlin horadó un hueco en la tierra para que su mujer estuviera a salvo de las inclemencias del tiempo y de los hombres. Lo abrió como a un kilómetro del borde del despeñadero de Cap Rock. Amaba a Della tanto como amaba a su tierra. Criaron a cinco de sus hijos e hijas en aquel recinto subterráneo. Y levantaron una casa amarilla de seis habitaciones a unos metros de él. Vinieron cuatro hijos más a aquella casa amarilla de seis habitaciones, y él llevó a todos sus hijos varias veces por el borde del despeñadero abajo, mientras apuntaba hacia el cielo y les decía: «Esas dos viejas águilas que vuelan en círculo allá a lo lejos, estaban ahí volando en círculo la mañana en que empecé a cavar el refugio, y pase lo que pase, hijos míos, y os suceda lo que os suceda, no os apresuréis, no os preocupéis en absoluto, porque esas mismas águilas nos verán llegar y nos verán partir a todos nosotros.»
Y la abuela Della Hamlin les dijo: «Haceos con un trozo de tierra. Un trozo de tierra como ésta. Y pelead. Pelead para conservarla como conservamos ésta. La madera se pudre. La madera se descompone. Éste no es un país para aferrarte a nada que sea de madera. Éste no es un país de árboles. Ni siquiera es un país para arbustos, ni para matorrales. En esta franja de tierra no puedes pelear demasiado para conservar lo que está hecho de madera, porque el viento y el sol y la intemperie hacen estragos en la madera. No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra.» Y de vuelta hacia casa por el camino que bordea Cap Rock, les decía: «Lo que más me ha preocupado siempre es que construimos una casa de madera y no de tierra. Nuestro viejo refugio es de tierra y ha sobrevivido a cien casas de madera.»
Los hijos, uno tras otro, fueron casándose y dejando la casa paterna. Desde el porche delantero de su vieja casa la abuela y el abuelo Hamlin podían ver las siete casas de sus hijos e hijas. Dos habían dejado las llanuras. Un hijo se fue a California a cultivar nueces. Una hija se fue a vivir a Joplin con un minero del zinc y del plomo. Balanceándose en su mecedora del porche, Della decía: «Me duele en el alma mirar ahí enfrente y ver a los de mi sangre viviendo en esas viejas casas de madera.» Y el abuelo fumaba su pipa y contemplaba cómo se ponía el sol y decía: «No te preocupes por ellos, Del, no han hecho más que escoger el camino fácil. No son capaces de ver treinta años más allá de sus narices.»
Woody Guthrie. Una casa de tierra. Traducción de Jesús Zulaika. Editorial Anagrama

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