Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 7 de noviembre de 2015

rosarios

Mi abuelo murió en invierno. Recuerdo el silencio casi sagrado de la casa, la luz gris de la mañana, nuestras sombras que oscurecían su cuerpo rígido, el polvo en la ventana de su habitación, recuerdo el frío que ralentizaba nuestras respiraciones, el olor a hierba cortada, sudor y leche agria, la dureza de la carretera que había tapado al viejo camino blanco, recuerdo pensar en mi propia muerte, ir de lo concreto, las figuras que me rodearían y sus gestos de despedida, a lo abstracto, sombras difusas y estelas blancas que derivarían en una luz oscura. Mi abuelo me miraba desde la muerte y en su mirada había incredulidad y el fin de su espera.

En su última carta mi abuelo me decía que estaba ante un mundo en decadencia, sentía que nada era real y que la vida se había acelerado, se sorprendía porque nadie usara palabras como llanada, quinqué o guillaume y que sólo yo respondiese a sus cartas (si olvidáis nuestras palabras, escribía, nos convertiréis en una ilusión), me confesaba que leía las esquelas del periódico con manos temblorosas y que se encontraba con nombres y fotos que le llevaban a un primer recuerdo.

Encontré mis cartas junto a su viejo reloj de bolsillo y un libro de H.G. Wells. Entré en la cocina y di cuerda al reloj, un gesto que mi abuelo repetía cada día en la penumbra del amanecer (e iniciaba la mañana antes de las campanadas de la iglesia, antes de nuestros pasos en la hierba y la huida de los saltamontes, antes del miedo sobre el puente del ahorcado, antes de las historias en la cocina y la luz verde de las luciérnagas entre las casas abandonadas, mucho antes de los primeros amores y las noches de insomnio y el peso de una carga en el pecho y la vida convertida en un espejismo). Mis tías recibían a mujeres menudas y de negro y hombres tímidos que bajaban la cabeza y murmuraban un pésame con su sombrero en la mano. Se sabían supervivientes y que su tiempo se agotaba, la yema de sus dedos en la cara de mi abuelo y el frío que estaba por llegar.

Dejé el reloj junto al libro de Wells y leí mis cartas pobladas por vagabundos, hombres pájaro, lugares de paso y ventanas iluminadas (y yo negaba con la cabeza, describía aquello que observaba pero me escondía en las palabras y respondía a los recuerdos y los pensamientos de mi abuelo con cartas anodinas). Le hablé de esta ciudad pero no del miedo de los primeros meses ni de cómo me sentí extraño fuera de nuestro camino blanco, tampoco de mi felicidad o el dolor tras alguna ruptura (la única pista, una referencia al frío que me devolvían los muebles de casa) o de cómo había usado cada momento significativo de mi vida para mis relatos y ya no sabía distinguir los detalles exactos de los inventados.

La primera vez que mi abuelo me visitó en la ciudad tenía la mirada de un niño en un mundo adulto. Buscaba el cielo entre los edificios y sonreía incómodo y minúsculo, la ciudad apoyada en sus hombros, la prisa y la rapidez de los pasos ajenos, las raíces de los árboles bajo el cemento, los parques esquinados como reflejo de un mundo desaparecido y la imposibilidad de un horizonte abierto. Encontró un refugio en la vieja estación de tren. Veía pasar a los viajeros y sentía que estaba ante un lugar conocido (el ritual de la espera y la lentitud del tiempo), daba una pequeña limosna a cada vagabundo de la estación, hablaba con un par de viejos jubilados de viajes que duraban días y de pasos de montaña y se sonrojaba cuando descubría a una pareja besándose (entonces miraba al suelo y recordaba en silencio).

Arrugué las cartas, prendí la cocina con ellas y preparé un café. Sonreí al ver el viejo reloj junto a La máquina del tiempo. Había un dibujo que me aterrorizaba y atraía de niño, las sombras de los morlocs alrededor de una hoguera y el viajero del tiempo encogido y asustado. Descubrí un dibujo parecido en mi primer libro de filosofía, una hoguera, unas sombras proyectadas contra la pared de una caverna, tres hombres atados, la luz que atraía y repelía la verdad al mismo tiempo (la apariencia del mundo alrededor como una línea de penumbra). Empecé a buscar historias fuera de la cocina y recogerlas en los márgenes de los libros de Wells y Platón, podía estar dentro de una caverna sin yo saberlo y lo que veía tal vez no fuese real, sólo conocía la cocina, el camino blanco, los campos y el tañido de las campanadas al atardecer, no tenía señales claras del mundo fuera del horizonte quebrado. Entre las páginas de La máquina del tiempo estaba mi letra de niño, redonda y clara, y fragmentos de otras vidas: Don Carlos relacionaba el dolor con el ruido seco y el fogonazo blanco de un disparo en el antebrazo, la realidad de la vieja costurera era la llama de una vela, la adolescencia de Modesto reducida al movimiento de la luz sobre los objetos y el silencio de un monasterio. Y era en la diferente percepción que tenían de la luz, una blancura cegadora, una línea fantasmagórica, algo no del todo definido, donde encontraba la salvación y la caverna misma, una hoguera que nos protegía y nos ocultaba la verdad. Sentía que estaba ante un mundo de tinieblas y que al observarlo lo transformaba para siempre, alejándome de la revelación última y quedándome ante la realidad sin interferencias.

Mis tías rezaban el rosario, sus manos en las cuentas, la cabeza agachada, el luto en sus ropas que invocaba a otros muertos, a dolores pasados, sus voces quebradizas una letanía frágil e inconexa. Me senté en una esquina, la distancia justa para ver el cuerpo rígido de mi abuelo sin una luz que lo guiase o le mintiese, las viejas fotografías en la pared de bailes y uniformes y ausencias, el eucalipto combado junto al camino blanco en el atardecer de invierno y las primeras ventanas encendidas, pequeñas hogueras en la oscuridad.

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