Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 20 de enero de 2016

notas sobre B-17G. Pierre Bergounioux

Una vieja película de la segunda guerra mundial, la imagen de un bombardero estadounidense tomada por un caza alemán, la cámara que se acciona al mismo tiempo que las ametralladoras del caza y que capta los impactos sobre el avión y la tripulación, los segundos de espera, su final rápido y violento, la estupefacción de Bergounioux, años más tarde, como espectador de la tragedia (repetida y documentada una y mil veces) y la pregunta sobre la ausencia de respuesta del bombardero, la rapidez de la muerte, la violencia ejercida y el tiempo que se dilata y se contrae a lo largo de la Historia. B-17G es Bergounioux reconstruyendo la vieja película, y en esa reconstrucción, la recreación de la realidad, los espacios en blanco rellenados por suposiciones, y las reflexiones sobre el tiempo y la violencia.


La cámara, que está sujeta en el morro y conectada a las armas de a bordo, comienza a grabar en cuanto el piloto abre fuego. El objeto está a punto de desmoronarse desde el momento mismo de su aparición. La secuencia, que nunca excede unos segundos, a menudo finaliza con su volatilización en una nube de humo, llamar y chatarra. Existen kilómetros de película con todo tipo de aparatos que se enfrentan en los cielos del mundo entero desde septiembre de 1939 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Y todos se parecen. Una mancha imprecisa, oscura, surge de la niebla de la película en blanco y negro, destella, se parte en trozos, humea y después se desintegra.


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El inicio es Bergounioux describiendo la secuencia de la caza del bombardero, la estructura de las fortalezas volantes, la tripulación y su posición dentro del avión, cómo se desarrolla la acción desde que se acciona la cámara con los disparos del caza alemán hasta que el bombardero es abatido. Y, sobre todo, la ausencia de respuesta por parte del B-17G. Bergounioux habla de la camaradería de la tripulación, la necesidad de ocultar el miedo, de la tensión tras los disparos del caza, de un instante del pasado atrapado en una película, un instante que se puede reproducir una y otra vez. Entonces, la mezcla entre lo visto en una pantalla y las conjeturas del espectador a partir de momentos e historias parecidas.



La pregunta que me había atormentado la primera vez seguía ahí, en un rincón, desde 1965, desde mi infancia. Las palabras tienen un sentido preciso e inflexible. Porque están aparentemente talladas en el aire, porque las respiramos como si fueran inmateriales, algo cercano a lo imponderable; muy dúctiles, dóciles; que bien pareciera que aquello que designan no pudiese, por contaminación o por simpatía, ser encerrado en la dura realidad de las cosas, sino que son ligeras, maleables, un poco lo que uno quiere. Un caza, como su propio nombre indica, es un avión que se ha concebido para derriba a los demás. Cuando los aliados se encontraron con el Focke-Wulf, no dejaron más que plumas. Lo llamaron «el pájaro carnicero». El que grabó la película abrió fuego desde lejos, cuando el bombardero no era más que una pequeña silueta en el campo de visión de la cámara. Nada resulta más sorprendente, si las palabras quieren decir algo, que la ausencia de réplica por parte de la tripulación mientras el asaltante rompía metódicamente en pedazos el B-17. A bordo no quedaron más que cadáveres.


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Bergounioux se detiene en los jóvenes del avión, aquellos muchachos sacados de universidades y ciudades para combatir sobre los cielos de Europa (y de aquellos muchachos pobres o negros que fueron enviados a infantería y a primera línea), la tripulación como una familia, su idea de estar combatiendo el mal, cada gesto una forma de moral, la juventud de los pilotos como una manera pura de definir la vida, libre de imágenes o emociones previas y aprendidas. Los veinte años una frontera entre la libertad y la pureza y los gestos mecánicos.



La realidad, mientras pulveriza la imagen que nos hemos hecho de ella, nos recuerda su existencia, su realeza y su poder a través de la pérdida y del fracaso. Para poder comprenderla, y si se desea proyectarla a través del lenguaje articulado sobre el papel, hacen falta dos premisas: el vivirlo en carne propia y el que no se tenga ninguna prevención ni fin preciso, ni un pasado ni proyectos para el futuro, tener entonces menos de veinte años. De estas primeras experiencias es de donde las historias obtienen sus núcleos. Después, uno se sosiega. La vista baja. Las arterias se coagulan. Gana el anquilosamiento. Y se abandonan los lugares extraños y peligrosos en los que la vida se inventa, donde el presente enseña una sola cara, como son las orillas de Troya, el aire caliente y lleno de espejismos de la Mancha y de Castilla que se reflejan en las aspas capciosas de los molinos, Illiers, las glorietas de los Campos Elíseos. Uno busca refugio, la sombra de un terebinto, una habitación de corcho en el bulevar Haussman en París en donde poder estar hasta el fin de los días, o de las noches, mientras se intenta ver algo en claro. Es allí donde el hombre disminuido y envejecido, asmático, manco, ciego, habrá de preguntar qué sucedió a esta versión matinal, mal esbozada de sí mismo que se vio mezclada en sucesos que no supo en su momento ni comprender ni pensar.


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Hay un momento donde B-17G pasa de ensayo a suposición y aventura sin dejar de lado las reflexiones sobre la guerra o el tiempo. Bergounioux le da un nombre a uno de los tripulantes, (Smith, supongamos) recrea los momentos previos a la misión, los instantes donde observan la tierra a miles de pies de altura, el encuentro con el caza, el final abrupto. Y es ahí, en esas últimas páginas, donde B-17G es la aventura de una cacería, como dice Pierre Michon en el postfacio, Moby Dick en la Segunda Guerra Mundial. El tiempo se ralentiza, Smith observa atónito las luces y las imágenes, asiste a los últimos segundos de vida de la tripulación, de sí mismo, es cazado, cae. Y esas imágenes quedan capturadas para que, años después, alguien escriba sobre ellas, invente un nombre y hable de las guerras, de la juventud como forma de entender la vida con libertad, de la deriva de la historia, el tiempo que acoge los logros pasados y el incierto futuro.







A los lazos de cuasi-consanguineidad, de solidaridad profesional, de camaradería escolar, hay que añadir por primera vez en la historia el elemento moral que animó a los adversarios del nazismo, la certeza de que había que combatir el mar, de que había que actuar, cada uno con sus medios, incluso si se tenía que hacerlo en un cubo de plexiglás suspendido en el aire, en nombre de la humanidad. (…). Los escolares que crecieron deprisa se dedican a bromear, a hacer como si las bromas y el tono que utilizan fueran algo natural. Tienen la convicción de que actúan siguiendo los preceptos de la ley moral, lo que explica el que no tengan inconveniente en aplastar también ciudades y población civil. Podría ser, por ejemplo, que el navegador sea de origen judío. Su padre, sastre del East Harlem, le hizo estudiar derecho comercial o técnicas bancarias. Tuvo entre las manos los periódicos en yiddish que circulaban entre los inmigrantes. Sabe por qué va a sentarse en el morro de B-17G, hacia quién, contra quién habrá de calcular las distancias. Pero puede ser que no, que sea de ascendencia escocesa, napolitana, danesa o alemana. De ningún modo será nunca inconsciente de cuál es la regla universal que los arroja hacia Alemania. La huele es eso es suficiente.
Pierre Bergounioux. B-17G. Traducción de Paula Cifuentes. Ediciones Alfabia.

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