Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 27 de febrero de 2016

notas sobre El cuento de la criada. Margaret Atwood

En otros tiempos…, una expresión a la que recurre la narradora de El cuento de la criada para diferenciar el mundo en el que creció de su vida presente en una dictadura que recupera un viejo y exacerbado puritanismo y donde las mujeres son simples objetos (recipientes que llenar y a los que aislar por su misión repobladora). La narradora oculta su antiguo nombre, y es ahí, en esa ausencia, donde se siente la quiebra de su vida en dos partes (como frontera de esa quiebra, una guerra que desbanca el gobierno estadounidense y es relevado por una dictadura patriarcal y teocrática en la que los hombres son Comandantes, Ángeles, Ojos o Guardianes y las mujeres, Esposas, Marthas o Criadas, y hay ceremonias que bendicen el alumbramiento y, también, linchamientos y ahorcamientos como advertencia y señal de que no se tolerará otra actitud que no sea una total sumisión).


***


Estados Unidos ha caído, la república de Gilead toma su sitio, quedan ecos de la guerra con otras sectas y religiones, hay problemas de natalidad tras el uso de armas nucleares, los hombres tienen el poder y, de manera retorcida, dejan que sean las propias mujeres quienes se eduquen entre sí. La base de esa educación es un puritanismo radical y la sumisión completa, las mujeres divididas en esposas que no pueden tener hijos, criadas que se ocupan de los quehaceres domésticos, muchachas únicamente valoradas por sus úteros y tías que llevan a cabo su adoctrinamiento. Atwood apenas se detiene en los sucesos que dieron lugar al cambio de régimen, da pequeñas dosis de información, la narradora se centra en no olvidar el mundo en que creció y en describir el nuevo orden, los pequeños gestos que anunciaron el cambio y la pérdida de libertad. Desde su habitación contempla una pequeña parte de la ciudad, recuerda su vida, su marido e hija, su trabajo, los objetos, anhelos y convenciones de una vida desaparecida, recuerdos que se difuminan y parecen referirse a un sueño lejano o a una historia ajena, se cuestiona sobre el régimen dictatorial en el que vive y que ha cambiado a la sociedad y el papel de la mujer en ella y en el que se espera que sea fértil y dé un hijo al Comandante de la casa, en un ritual extraño donde hombre, criada y esposa están unidos.

Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.
Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.
Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija: Cierra los ojos y piensa en Inglaterra. Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.
Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.
Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.
Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella —y no a mí— a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.
Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.


***


Las mujeres de la república de Gilead llevan ropa diferente, la azul de las esposas que las señala como dueñas de la casa y de la vida de las criadas, los hábitos rojos, parecidos a los burkas, de las mujeres que aún pueden tener hijos y que viven encerradas mientras esperan quedarse embarazadas, el rojo de sus hábitos que recuerda la sangre y la vergüenza y las separa de la sociedad, las criadas que son denigradas y cuidadas al mismo tiempo. La narradora inserta en su descripción de este nuevo mundo recuerdos de su pasado, cuando tenía un trabajo y familia y podía usar sus propias tarjetas de crédito y había gimnasios y baloncesto y habitaciones universitarias donde celebrar fiestas y confidencias, un mundo imperfecto, real y en apariencia libre, un mundo sin muros ni adoctrinamientos, un mundo tan frágil que cae con rapidez y da paso a un estado político donde los hombres dominan el pensamiento y dejan a las mujeres el adoctrinamiento de las más jóvenes y fértiles.


***


Como en Resurgir, hay una destrucción del lenguaje y una frialdad en la narración. Si en Resurgir, la protagonista se adentra en la naturaleza y se olvida de las palabras, en El cuento de la criada se crea un nuevo lenguaje que se adecúe a los tiempos e ideales de los Comandantes y las ceremonias del régimen. La narradora describe el mundo de jardines de las Esposas, las mañanas de abastecimiento en las tiendas, las formas de los trajes y las casas, los gestos de las mujeres (los hombres como algo lejano y temible) disecciona cada gesto y objeto y, entre esas descripciones, inserta sus recuerdos o se pregunta sobre su cuerpo o si hay alguna manera de escapar.

Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacía, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.



***


Pero hay grietas en esa sociedad teocrática. Comandantes que guardan libros, juegos y revistas prohibidos, que construyen un prostíbulo y buscan sexo y amor fuera de las normas que ellos mismos construyeron. O mujeres y hombres en la sombra, una resistencia subterránea que intenta liberar a las mujeres y llevarlas al norte, fuera de la república. O una guerra exterior que es un eco, una repetición no del todo real. Atwood escribe un futuro extraño y la opresión en las mujeres, cómo pierden la libertad poco a poco ganada sin apenas darse cuenta para convertirse en esclavas y en culpables.








Había tantas mujeres que trabajaban... ahora resulta difícil pensarlo, pero había miles, millones de mujeres que trabajaban. Se consideraba una cosa normal. Ahora es lo mismo que pensar en la época en que todavía tenían dinero de papel. Mi madre pegó algunos billetes en su álbum de recortes, junto con las primeras fotos. En aquel entonces ya eran obsoletos, no podías usarlos para comprar nada. Trozos de papel basto, grasosos al tacto, de color verde, con fotos a ambos lados, un anciano con peluca en una de las caras, y en la otra una pirámide con un ojo encima. Llevaba impresa la frase Confiamos en Dios. Mi madre decía que, por hacer una broma, los comerciantes ponían junto a las cajas registradoras carteles en los que se leía: Confiamos en Dios, todos los demás pagan al contado. Ahora, eso sería una blasfemia.
Cuando ibas a comprar tenías que llevar esos billetes de papel, aunque cuando yo tenía nueve o diez años la mayoría de la gente usaba tarjetas de plástico. Pero no para comprar en las tiendas de comestibles, eso fue después. Parece tan primitivo, incluso totémico, como las conchas de cauri. Yo misma debo de haber usado ese tipo de dinero durante algún tiempo, antes de que todo pasara por el Compubanco.
Me imagino que eso es lo que posibilitó las cosas, el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie lo supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, habría resultado más difícil.
Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos.
Hay que mantener la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control.
Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé. Era difícil de creer. El gobierno entero desaparecido de ese modo. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?
Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Dijeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar.
Ten cuidado, me advirtió Moira por teléfono. Se acerca.
¿Qué es lo que se acerca?, le pregunté.
Espera y verás, repuso. Lo tienen todo montado. Tú y yo terminaremos en el paredón, querida. Estaba citando una frase típica de mi madre, pero no pretendía resultar graciosa.
Las cosas continuaron durante semanas en ese estado de suspensión momentánea, aunque en realidad algo ocurrió. Los periódicos fueron sometidos a censura y algunos quedaron clausurados, según dijeron por razones de seguridad. Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los pases de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva. Dijeron que se celebrarían nuevas elecciones, pero que llevaría algún tiempo prepararlas. Lo que hay que hacer, declararon, es continuar como de costumbre.
Sin embargo, se clausuraron las tiendas porno y dejaron de circular las furgonetas de Sensaciones sobre Ruedas y los Buggies de los Bollos. A mí no me dio pena que desaparecieran. Ya sabíamos que eran una tontería.
Ya era hora de que alguien hiciera algo, dijo la mujer que estaba detrás del mostrador de la tienda donde yo solía comprar los cigarrillos. Estaba en una esquina y pertenecía a una cadena de quioscos en los que vendían periódicos, golosinas y cigarrillos. La vendedora era una mujer mayor, de pelo canoso, de la generación de mi madre.
¿Los han prohibido, o qué ocurrió?, pregunté.
La mujer se encogió de hombros. Nadie lo sabe y a nadie le importa, comentó. Tal vez se los llevaron a algún otro sitio. Intentar librarse de eso por completo es como pretender eliminar a los ratones, ya se sabe. Pulsó mi Compunúmero en la caja registradora, casi sin mirarlo. En ese entonces yo era una clienta habitual. La gente empezaba a quejarse, afirmó.
A la mañana siguiente, de camino a la biblioteca, me detuve en la misma tienda para comprar otro paquete de cigarrillos, porque se me habían terminado. Aquellos días estaba fumando más que de costumbre, a causa de la tensión que se percibía como un murmullo subterráneo, aunque aparentemente reinaba la calma. También bebía más café, y tenía problemas para dormir. Todo el mundo estaba un poco alterado. En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras.
Ya nos habíamos casado, parecía que hacía años; ella tenía tres o cuatro, e iba a la guardería.
Recuerdo que nos habíamos levantado y habíamos desayunado como de costumbre, con galletas, y Luke la había llevado en coche a la escuela. Iba vestida con el conjunto que le había comprado hacía dos semanas, el guardapolvo de rayas y una camiseta azul. ¿Qué mes era? Debía de ser septiembre. La escuela tenía un servicio de recogida de niños, pero por alguna razón yo prefería que la llevara Luke; incluso el servicio de la escuela me preocupaba. Los niños ya no iban a la escuela a pie, había habido muchos casos de desaparecidos.
Cuando llegué a la tienda de la esquina, vi que la vendedora de siempre no estaba. En su lugar había un hombre, un joven que no debía de tener más de veinte años.
¿Está enferma?, le pregunté mientras le entregaba la tarjeta.
¿Quién?, me preguntó en un tono que me pareció agresivo.
La vendedora que está siempre aquí, aclaré.
¿Cómo quiere que yo lo sepa?, me respondió. Pulsaba mi código utilizando un solo dedo, y estudiaba cada número con detenimiento. Evidentemente, era la primera vez que lo hacía. Yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador, impaciente por fumar, y me preguntaba si alguna vez alguien le habría dicho cómo eliminar los granos que tenía en el cuello. Recuerdo claramente su aspecto: alto, ligeramente encorvado, pelo oscuro y corto, ojos castaños —que parecían fijos en algún punto situado detrás de mi tabique nasal—, y granos. Supongo que lo recuerdo tan claramente por lo que dijo a continuación.
Lo siento. Este número no es válido.
Qué ridiculez, protesté. Tiene que serlo, tengo varios miles en la cuenta. Pedí un extracto hace dos días. Vuelva a probar.
No es válido, repitió obstinadamente. ¿Ve la luz roja? Significa que no es válido.
Debe de haber cometido un error, insistí. Vuelva a probar.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de autosuficiencia, pero volvió a pulsar el número. Esta vez observé sus dedos y comprobé los números que aparecían en la pantalla. Era mi número, pero la luz roja volvió a encenderse.
¿Lo ve?, me dijo mostrando la misma sonrisa, como si supiera algún chiste que no pensaba contarme.
Les telefonearé desde la oficina, afirmé. EL sistema había fallado en otras ocasiones, pero normalmente después de una llamada telefónica se arreglaba. De todos modos, estaba furiosa, como si me hubieran acusado injustamente de algo que ni siquiera sabia qué era. Como si yo hubiera cometido el error.
Hágalo, repuso en tono indiferente. Dejé los cigarrillos sobre el mostrador, porque no los había pagado. Pensé que en el trabajo podría pedir uno prestado.
Al llegar a la oficina telefoneé, pero me respondió un contestador automático. Las líneas están sobrecargadas, decía la grabación. ¿Podría llamar más tarde?
Por lo que sé, las líneas estuvieron sobrecargadas durante toda la mañana. Volví a llamar varias veces, pero sin éxito. Tampoco eso era demasiado raro.
Alrededor de las dos, después del almuerzo, el director entró en la sala de discos.
Tengo algo que comunicaros, dijo. Tenía un aspecto terrible: el pelo revuelto y los ojos rojos y turbios, como si hubiera estado bebiendo.
Todos levantamos la vista de nuestras máquinas. Debíamos de ser ocho o diez en la sala.
Lo lamento, anunció, pero es la ley. Lo lamento de veras.
¿Qué es lo que lamenta?, preguntó alguien.
Tengo que dejaros ir, explicó. Es la ley, tengo que hacerlo. Tengo que dejaros ir a todos vosotros. Lo dijo casi amablemente, como si fuéramos animales salvajes o ranas que él tenía encerradas en un recipiente, como si quisiera ser humanitario.
¿Nos está echando?, le pregunté, y me puse de pie. ¿Pero por qué?
No os echo, puntualizó. Os dejo ir. No podéis trabajar más aquí, es la ley. Se pasó las manos por el pelo, y yo pensé que se había vuelto loco. Ha soportado demasiada tensión y ha terminado por perder los estribos.
No puede hacerlo así, sin más, dijo la mujer que se sentaba a mi lado. La frase sonó falsa, improbable, como una frase que uno diría por televisión.
No soy yo, argumentó. No comprendéis. Por favor, marchaos ya. Estaba elevando el tono de voz. No quiero problemas. Si surgieran problemas, podrían perderse los libros, todo quedaría destrozado... Miró por encima del hombro. Ellos están afuera, explicó, en mi despacho. Si no os marcháis ahora, vendrán ellos mismos. Me dieron diez minutos. En ese momento parecía más loco que nunca.
Está turulato, dijo alguien en voz alta; todos debíamos de pensar lo mismo.
Pero pude ver que en el pasillo había dos hombres de pie, con uniforme y ametralladoras. Era demasiado teatral para ser verdad, y sin embargo allí estaban, como repentinas apariciones, como marcianos. Estaban rodeados de un aura de ensueño; eran demasiado vívidos, demasiado incongruentes con el entorno.
Dejad las máquinas, añadió mientras recogíamos nuestras cosas y salíamos en fila. Como si hubiéramos podido llevárnoslas.
Nos reunimos en la escalera de la entrada a la biblioteca. No sabíamos qué decirnos. Como nadie entendía lo que había ocurrido, no era mucho lo que podíamos decir. Nos miramos mutuamente y sólo vimos consternación en nuestros rostros, y algo de vergüenza, como si nos hubieran sorprendido haciendo algo que no debíamos.
No hay derecho, dijo una mujer, pero sin convicción. ¿Qué era lo que nos hacía sentir como si nos lo mereciéramos?
Margaret Atwood. El cuento de la criada. Traducción de Elsa Mateo Blanco. Seix Barral

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