Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 3 de febrero de 2016

Sangre sabia. Flannery O´Connor

Un predicador que no cree en Jesús ni en la redención y predica la Iglesia sin Cristo. Un muchacho que siente en su sangre promesas y revelaciones que dirigirán sus pasos y le traerán una verdad desconocida. Una viuda solitaria que regenta una pensión poblada de perdedores y oportunistas. Una muchacha que acompaña a su padre a predicar por la noche, reparte folletos que hablan de salvación y busca un hombre que sustituya a su padre y le ayude a iniciar una nueva vida. Camareras, timadores, prostitutas y vendedores, una ciudad del sur poblada de pensiones, bares vacíos y cines, un coche desvencijado, evangelistas ciegos, una momia como nuevo Jesús y cunetas lluviosas. El mundo de Flannery O´Connor retrata la podredumbre de los personajes con su búsqueda de una verdad que los redima y les dé un sentido y una paz última.

Sangre sabia es una novela densa, a impulsos, la línea principal Hazel Motes un hombre que concibe una Iglesia sin Cristo y no cree en blasfemias ni pecados porque no hay nadie ante el que arrodillarse, un no creyente que, a su pesar, cree, algo que le convierte en su ser atormentado, su lucha por hacer de su Iglesia algo real y su búsqueda final de redención y limpieza moral, las líneas secundarias con un puñado de personajes que irrumpen en la acción y, a veces, desaparecen tan abruptamente como entraron en la historia y dejan una sensación incompleta y violenta, seres secundarios tan perdidos, atormentados y solitarios como Hazel Motes, buscadores de una verdad que les dé un lugar.

O´Connor crea escenas y personajes extraños y enigmáticos. Hazel Motes regresa a su pueblo tras la guerra, lo encuentra abandonado y olvidado, un puñado de polvo que sólo guarda recuerdos (las gafas de su madre, su inicial rectitud moral influida por su abuelo predicador, las piedras en los zapatos como particular calvario), se marcha a una ciudad cercana donde predicar una nueva verdad, una iglesia sin Cristo y la ausencia de pecado, Motes como un hombre febril y solitario que se otorga una gran misión y a la vez espera que alguien le enseñe un camino diferente. O´Connor presenta a Hazel en un tren, camino de su misión evangelizadora, y se detiene en describir sus ojos, hundidos y profundos, algo que repetirá a lo largo de la novela, los ojos enigmáticos y distantes de Motes que esconden a un hombre torturado y extraño, alguien que parece no darse cuenta del mundo que le rodea, que quiere difundir una verdad donde no hubo Caída ni Redención posible y no hay un Juicio Final. Y en sus prédicas, conoce a un evangelizador ciego y a su hija, a un muchacho que cree en los dictados de su sangre y un timador que quiere aprovecharse de sus ideas.


—¡Dulce Jesús Crucificado! —exclamó—. Voy a deciros una cosa. Quizá penséis que no estáis limpios porque no creéis. Pues bien, yo os digo que estáis limpios. Todos y cada uno de vosotros estáis limpios. Pero yo os digo que estáis confundidos si creéis que es por Jesucristo Crucificado. No niego que fuera crucificado, pero no por vosotros. Atended, yo soy predicador y predico la verdad.
La gente se dispersaba. Era como una gran colcha que se deshilachara y sus hilos se perdieran por las calles oscuras.
—¿Es que no sé yo lo que existe y lo que no existe? —gritó—. ¿No tengo ojos en la cara? ¿Estoy ciego? Atended. Voy a predicar una nueva iglesia: la iglesia de la verdad sin Cristo Crucificado. No os va a costar un céntimo haceros de mi iglesia. Aún no existe, pero pronto existirá.


Motes es un personaje al límite, huraño, distante, con una verdad incómoda y su misión de convertir al pueblo en creyentes de su verdad. Las pinceladas de humor negro de O´Connor hablan de los extremismos y ceguera de Motes, un hombre capaz de buscar a la prostituta que se anuncia en los lavabos de una estación, comprarse un coche desvencijado en el que subirse y sermonear desde el capó y seguir a un falso predicador ciego para que intente redimirlo y salvarlo de su propia Iglesia, un hombre que cree a su pesar y se ciega voluntariamente y ahí, en la ceguera, encuentra una salida y una verdad distinta a través del sacrificio. Motes, ciego, ya no se siente limpio o libre de pecado, ve en la oscuridad aquello de lo que huía.

O´Connor retrata a un puñado de personajes esperpénticos, las frases y escenas que se cortan y se suceden de manera abrupta, los momentos donde la novela parece una sucesión de sueños kafkianos, el humor negro dedicado a desnudar a evangelizadores y timadores que juegan con la religión y las creencias y, sobre todo, el torturado Hazel Motes, un libro extraño y fascinante, los capítulos que se intercalan casi a hachazos, que parecen interrumpir violentamente la historia, la soledad de cada uno de los personajes, seres arrojados a la vida sin un hogar donde quedarse o una familia donde cobijarse.







Lo único de Eastrod que se llevó al ejército fue una biblia de tapas negras y unas gafas de plata que habían sido de su madre. Había ido a una escuela rural, donde aprendió a leer y escribir, y aprendió también que era más sensato no hacer ni lo uno ni lo otro. Lo único que leía era la biblia. Aunque no la leía con frecuencia, cuando lo hacía se ponía las gafas de su madre. Le cansaban tanto la vista que al poco rato se veía obligado a dejarlo. Tenía la intención de decir a todo el que en el ejército le invitara a pecar que él era de Eastrod, en Tennesse y que iba a volver allí para quedarse, y que iba a predicar el evangelio, y no iba a dejar que su alma se condenara por culpa del gobierno o de cualquier país extranjero al que le enviaran.
A las pocas semanas de campamento, ya con algunos amigos (de hecho no eran amigos, pero tenía que convivir con ellos), surgió la ocasión que había estado esperando: una invitación. Les dijo que no por un millón de dólares y un lecho de plumas iría con ellos; les dijo que era de Eastrod, en Tennesse, y que no iba a dejar que el alma se le condenara por culpa del gobierno o de cualquier país extranjero..., pero la voz se le quebró y no llegó a terminar. Se quedó mirándolos, tratando de endurecer el gesto. Los amigos le dijeron que a nadie le importaba un bledo su alma, de no ser al capellán, y a él se le ocurrió responder que ningún cura a las órdenes del papa iba a andar jugando con la suya. Le dijeron que él no tenía alma y se fueron al burdel.
Le llevó mucho tiempo creerles, porque quería creerles. Lo único que quería era creerles y deshacerse del alma de una vez por todas, y vio que aquélla era la oportunidad de hacerlo sin corromperse, la ocasión de convertirse en nada en vez de convertirse al mal. En el ejército le enviaron por medio mundo y se olvidaron de él. Cuando le hirieron, se acordaron lo suficiente para sacarle del pecho la metralla (le dijeron que se la habían sacado, pero nunca se la enseñaron y la seguía sintiendo allí, oxidada y venenosa), enviándole luego a otro desierto y olvidándose otra vez de él. Dispuso de todo el tiempo del mundo para estudiarse el alma y asegurarse de que no la tenía. Cuando estuvo plenamente convencido, cayó en la cuenta de que siempre lo había sabido. El abandono que sentía era añoranza del hogar, nada tenía que ver con Jesús. Cuando por fin se licenció, se sintió satisfecho de seguir incorrupto. Todo lo que quería era regresar a Eastrod, en Tennesse. La biblia negra y las gafas de su madre seguían en el fondo del petate. No leía ningún libro, pero conservaba la biblia porque era de casa. Guardaba las gafas por si alguna vez perdía la vista.

***

—¿A qué iglesia perteneces, muchacho? —preguntó Haze, señalando al más alto.
El muchacho se rió tontamente.
—¿Y tú? —dijo impaciente, señalando a otro—, ¿a qué iglesia perteneces?
—A la Iglesia de Cristo ­—contestó el segundo, con un falsete que ocultaba la verdad.
—¡La Iglesia de Cristo! —repitió Haze—. Pues bien, yo predico la Iglesia sin Cristo. Soy miembro y predicador de esa iglesia en la que el ciego no ve y el cojo no camina y el muerto se queda como está. Si me preguntas te diré que es la iglesia que la sangre de Jesús no mancilló con la redención.
—Es un predicador —dijo una de las mujeres—. Vámonos.
—Escuchad: voy a llevar la verdad dondequiera que vaya. Voy a predicarla a quien quiera oírme y en cualquier lugar. Voy a predicar que no hubo Caída porque no había donde caer, y que no hubo Redención porque no hubo Caída, y por lo tanto tampoco habrá Juicio. Lo único que importa es que Jesús fue un mentiroso.

***

—Yo predico que hay verdades de todo tipo: vuestra verdad y las de otros, pero detrás de todas ellas sólo hay una verdad y es que la verdad no existe. ¡No hay ninguna verdad detrás de todas las verdades: eso es lo que mi iglesia y yo predicamos! El lugar de donde procedéis ha desaparecido, el lugar adonde creíais ir nunca estuvo allí y el lugar donde de nada sirve si no podéis escapar de él. ¿Cuál es vuestro lugar? Ninguno. Nada exterior a vosotros puede ofrecéroslo. No os molestéis en mirar al cielo, porque no va a abrirse para mostraros allí un lugar oculto. No os molestéis en buscar un agujero en el suelo por el que asomaros a otro mundo. No podéis retroceder al tiempo de vuestros padres, ni avanzar al de vuestros hijos, si los tenéis. Vosotros sois el único lugar que ahora mismo os queda. Si alguna vez hubo Caída, miraos a vosotros mismos, si hubo Redención, miraros a vosotros mismos, y si esperáis que haya Juicio, miraos también, porque los tres tendrán que estar en ese vuestro cuerpo y en este vuestro tiempo. ¿Y dónde están los tres? ¿Dónde, en uno y otro, os ha redimido Jesús? Decídmelo, porque yo no alcanzo a verlo. Si existiera el lugar en que Jesús os ha redimido, en él deberíais estar, pero, ¿quién de vosotros puede encontrarlo?
Del Odeón salió otro grupo y dos personas se detuvieron a mirar a Haze,
—¿Quién os dice que tal lugar está en vuestra conciencia? —gritó; y miró a su alrededor, contraído el gesto, como si olfateara al que pensaba así—. La conciencia es una ilusión, no existe, aunque creáis que sí, y si lo creéis, mejor sería que la expulsarais de vosotros y le dierais caza y la matarais, porque vale lo que vuestra cara en el espejo o la sombra que os sigue.
Flannery O´Connor. Sangre sabia. Traducción de Manuel Brocano. Cátedra.

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