Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 17 de abril de 2016

Calle de la Estación, 120. Léo Malet

Burma. Nestor Burma. Hombre de una pieza, inteligente, duro, irónico, el detective más famoso de Francia, siempre un paso por delante de los acontecimientos. Burma que regresa a la Francia ocupada tras su reclusión en un campo de prisioneros y ya tiene un misterio por resolver. El misterio, la calle de la Estación 120 que repiten un amnésico en el campo de prisioneros y un antiguo colaborador de su agencia de detectives antes de morir. A partir de ahí, las indagaciones de Burma, las calles oscuras de París y la niebla de Lyon, los hombres en la sombra, las mujeres hermosas y enigmáticas y un rompecabezas sin solución aparente.

Calle de la Estación, 120, primera novela de Léo Malet con Nestor Burma de protagonista, bebe tanto de la novela negra de Chandler y Hammett como de Poe, Christie y Conan Doyle. Malet crea un personaje sin fisuras, siempre atento a cada detalle que le rodea e inteligente, con la palabra y el gesto adecuados, hermético y mentiroso en su propio beneficio. Tal vez sea esta ausencia de fisuras en Burma lo que lo separa de Spade o Marlowe y lo hace plano y sin la suficiente fuerza, un hombre infalible y hasta cierto punto sabelotodo. Burma conoce el terreno que pisa, dice las palabras perfectas en el momento idóneo, ejecuta pequeñas trampas y mentiras para desenmascarar a quien tenga delante, es el centro en el que orbitan personajes, misterios y asesinatos y su fama habla por él (Burma es conocido en Francia, su nombre crea expectación y admiración en cada paso que da).

El inicio, en un campo de prisioneros, coloca la acción fuera de los escenarios habituales de la novela negra. Burma sobrevive en el campo como buenamente puede. La llegada de un hombre amnésico y su muerte devuelven a Burma a su pasado como detective. Una vez liberado, un antiguo colaborador de su agencia de detectives repite la misma dirección que soltó el hombre amnésico antes de ser asesinado en Lyon. Y Burma entra en acción, empieza a atar cabos, a tirar de la madeja, hasta encontrar el nexo de unión entre el amnésico y su colaborador y sus asesinatos y así completar el misterio en un final revelador.

Si Calle de la Estación, 120, arranca como una novela negra con un detective en mitad del caos, continúa y termina como una novela de misterio parecidas a las de Agatha Christie. Seguimos a Burma por el campo de prisioneros, Lyon y París, asistimos a calles de niebla y noches  peligrosas, se suceden los personajes extraños y de los que desconfiar, para meterlos a todos en una habitación y señalar a los culpables de los asesinatos de la novela y desvelar secretos y motivaciones.

Calle de la Estación, 120, se resiente de un personaje plano y de una pieza y un historia que cae en el tópico, una última palabra antes de morir, personajes que se desmayan antes de revelar un secreto, mujeres misteriosas que aparecen y desaparecen como el humo, diálogos rápidos e irónicos entre el detective y los policías, el detective siempre más inteligente, los policías obtusos o lentos. Algo que sí me atrajo de la novela es la descripción de los gestos cotidianos en la Francia de la segunda guerra mundial, las diferentes zonas, los toques de queda, los trámites y el estraperlo, los personajes que se mueven en mitad de una guerra que sentimos en un segundo plano, cierta ambientación que recuerda al realismo poético francés. Más allá de eso, la novela es simpática por momentos y aburrida y tópica en otros, y  sólo queda leer alguna más de Malet para ver cómo evoluciona su escritura y el personaje de Nestor Burman.







Poco antes de llegar al puente de La Boucle, el cordón de Marc me hizo una jugada. Se rompió. Me detuve a arreglarlo, lo que le dio cierta ventaja a mi compañero.
Excepto el rumor sordo del impetuoso río y, sobre el puente, el ruido seco de los talones metálicos de Marc Covet, la ciudad estaba extrañamente silenciosa. Todo dormía. Todo estaba en calma. Oí a lo lejos rodar un tren, tranquilizador. En aquel preciso instante, una llamada de angustia rompió el silencio y la niebla.
Con todos los sentidos al acecho, estaba esperando aquel grito. Me adelanté de un brinco, haciéndole eco con mi voz para que Marc hiciera lo mismo.
Casi en el centro del puente, bajo la amarillenta luz de un fanal, el periodista se peleaba con un individuo que intentaba echarlo por la borda.
Al verme aparecer a su lado, el hombre no perdió los estribos. Le asestó un tremendo golpe al reportero y lo dejó fuera de combate. Entonces se enfrentó a mí. Lo agarré y rodamos juntos por el suelo. Durante unos instantes estuvo en posición de fuerza. Me agobiaban mis prendas de invierno y él sólo llevaba americana. Aflojé el férreo abrazo y de pronto estuvimos los dos de pie, como dos bailarines trágicos. Visiblemente, el apache intentaba hacerme lo que no había podido con mi amigo. Había que acabar con aquello. Reuní las fuerzas que me quedaban y le di un puñetazo sonado. El agresor aflojó el abrazo a su vez y se apoyó en el parapeto brillante de humedad. Le di un rodillazo en el vientre y lo incorporé de un directo a la mandíbula. Sus pies casi me rozan la cara. Blasfemé como pocas veces.
Corrí hacia Marc. Se estaba incorporando con dificultad, mientras se friccionaba la mandíbula.
—¿Dónde está el boxeador ése? —dijo.
—He calculado mal el golpe —le contesté—. Le he dado demasiado fuerte... y la barandilla estaba resbaladiza. Se ha caído.
—Se ha... ¿Quiere decir que...?
Señaló el Ródano, que bajaba impetuoso diez metros por debajo de nosotros.
—Sí —dije.
—¡Cielo santo!
—Mire, ya se compadecerá en otra ocasión. De momento, vayamos a su periódico. Tengo que llamar por teléfono y quiero poder hacerlo sin trámites de mierda, sin tener que enseñar la documentación, rellenar una ficha y dar los datos hasta de mi abuela.
—No es mala idea. Incluso es estupenda, porque yo necesito un tónico y sé de un armario en el que hay coñac.
Por el camino me preguntó:
—Naturalmente, sabía lo que iba a pasar, ¿no?
—Me lo temía.
—¿Y me ha dejado ponerme unos zapatones tan ruidosos como los suyos? ¿Y una boina como la suya? En resumidas cuentas, tener la misma apariencia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y me ha hecho pasar delante?
—Sí.
—¿Y si me hubiese caído al agua?
—No podía caerse. Estaba yo. Esperaba su llamada.
—¿Y si hubiese llegado demasiado tarde? ¿Si no hubiese tenido tiempo de gritar? ¿Si hubiese resbalado? ¿Si...?
—Siempre habría podido detener al agresor. Yo en el agua y usted con el tipo no habría servido de nada. No habría sabido qué preguntarle. Mientras que si lo hubiese pillado yo...
—... Mientras yo flotaba en dirección a Valence...
—Le habría vengado.
—Es usted un gran tipo —se rió, entre sarcástico y amargo.
Una pausa, y luego:
—Tanto si sabía qué preguntarle como si no, ahora ya es un poco tarde —masculló entre dientes.
Parecía triunfante.
—En efecto, es mala suerte —otorgué—. Espero enderezar el tiro. La clave está en darse prisa.
Léo Malet. Calle de la Estación, 120. Traducción de Luisa Feliu. Libros del Asteroide.

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