Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 6 de mayo de 2016

Los peces no cierran los ojos. Erri De Luca

El mundo de la infancia, el cuerpo de niño como una crisálida que contiene todos los cuerpos futuros, una isla y un muelle y el mar que hablan de porvenir y pérdida, los días fugaces de verano donde se trastoca nuestra mirada y empezamos a reconocer las señales del mundo adulto, la justicia y el amor y cada gesto que nos lleva a ellos y que nos diferencia de los demás, mojarse las manos con agua de mar para quitar el olor de la piel, buscar una pelea y no defenderse para romper nuestro cuerpo, y con el dolor y la sangre y las heridas, hacer sitio a un nuevo cuerpo, más completo y maduro.

Hace tiempo descubrí Montedidio, un libro breve y nostálgico sobre la infancia y el Nápoles de los años cincuenta. Los peces no cierran los ojos repite el esquema de Montedidio, breve, nostálgico, frases sencillas y cortas, para que se puedan pronunciar sin perder el aliento, a veces poéticas, a veces sensibleras. Erri De Luca escribe sobre aquellos momentos significativos del pasado que nos conforman como adultos y que arrastramos durante toda nuestra existencia, el instante clave donde descubrimos el amor o la lejanía o un sentido puro de la justicia y empezamos a dialogar con el mundo, un intercambio de preguntas y golpes.

El narrador de Los peces no cierran los ojos pasa sus vacaciones con su madre, una isla, una playa de pescadores, lavarse las manos con agua de mar para conseguir más y mejores capturas. Tiene diez años, las dos cifras como símbolo del inicio de la madurez, del abandono de la infancia, y recuerda aquellos días como un momento decisivo. El narrador recuerda desde una distancia triste, intercala aquellos días de verano con retazos de lo que fue después, las luchas y revoluciones de los sesenta, los trabajos en fábricas y obras, las miradas apagadas de sus padres con el tiempo, es difícil no ver Los peces no cierran los ojos como un capítulo de un libro de memorias.

Hay un instante crucial, la conversión de la letra o de amor de corta a alargada. El narrador lee los libros de su padre y resuelve pasatiempos en la playa, descubre una niña lectora, el inicio de un intercambio, de las primeras señales de la llegada de la madurez. El amor como una especie de baile y desencuentro, de desentrañar sus códigos y estar ante algo nuevo e inmenso. Dos niños de diez años que se cruzan y cuyo encuentro será determinante.

Los peces no cierran los ojos es mi tercer libro de De Luca, su escritura sencilla y nostálgica, el pasado como un lugar al que volver para descubrir quiénes fuimos como adultos, las historias que se deslizan de manera tenue, sus libros breves que se pueden leer en un par de horas y acompañar los recuerdos y reflexiones de los personajes. A veces la escritura de De Luca cae en la sensiblería, pero tiene buenos momentos, las noches de pesca o los libros y creer en Don Quijote, un libro de iniciación y recuerdos y el abandono de la infancia.







A mi alrededor no veía y no conocía ese verbo amar. Acababa de leerme el Don Quijote entero y lo había confirmado. Dulcinea era leche cuajada en el cerebro del caballero heroico. No era dama y se llamaba Aldonza. Supe después que para los lectores era un libro divertido. Yo me lo tomaba al pie de la letra y me hacían llorar de rabia las palizas que tenía que recibir en cada capítulo.
Sus cincuenta años intrépidos y resecos eran para mí, en aquel tiempo, la edad de cornisa para quien roza el abismo como un sonámbulo. Temía por Quijote de un capítulo a otro. Precisamente mi malicia de lector me serenaba: al libro le quedaban páginas por delante a centenares, no podía morir en las primeras. Me provocaba lágrimas de rabia ese escritor que abollaba a golpes a su criatura. Y tras los bastonazos, las derrotas, a mayor penitencia le abría los ojos, la abertura de un momento, para dejarle ver la realidad tan miserable como era. Y, por el contrario, era él quien tenía razón, Quijote, según mis diez años: nada era lo que parecía. La evidencia era un error, por todas partes había un doble fondo y una sombra.

***

En aquellos años, no era raro que hablara solo. Me dirigía al cuerpo:
—¿Cómo soportas todo esto?
Permanecía sosegado bajo la carga del turno de trabajo, contestaba desde una paciencia desconocida. Yo me daba cuenta de que era un animal antiguo, transmitido hasta mí por los antepasados que lo habían domesticado a base de esfuerzos, peligros, ferocidades, escasez. Con el acta de nacimiento se hereda el inmenso tiempo precedente impreso en el esqueleto.
Al borde del sueño me desprendía del cuerpo, me derrumbaba en el vacío, mientras él se ponía a reparar fibras, a coser heridas, a rastrillar energías para el día siguiente. Era un taller.
He habitado el cuerpo encontrándomelo ya lleno de fantasmas, pesadillas, tarantelas, ogros y princesas. Los reconocía al toparme con ellos en la espesura del tiempo asignado. A la chica no, ella fue una primicia incluso para el cuerpo. Cerca de ella, reaccionaba con ímpetu en las vértebras, hacia arriba en un crecimiento repentino. Me percataba del cuerpo, de su interior, junto a ella: del latido de la sangre a flor de muñeca, del ruido del aire en la nariz, del tráfico de la máquina corazón-pulmones. Junto a su cuerpo exploraba el mío, calado en su interior, zarandeado como el cubo en el pozo.
Hay en el cuerpo nieve que no se derrite en ningún Ferragosto, permanece en el aliento como el mar dentro de una concha vacía. No maldigo esa nieve que me embutía los oídos.
Erri De Luca. Los peces no cierran los ojos. Traducción de Carlos Gumpert Melgosa. Seix Barral.

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