Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 30 de noviembre de 2016

leyendo Despachos de guerra. Michael Herr

—Vaya opciones de mierda que te ofrecen, amigo —me dijo una vez un marine, y no pude menos que pensar que lo que quería decir en realidad era que no te ofrecían nada en absoluto. Él hablaba concretamente de un par de latas ración C, «cena», pero, considerando la juventud que llevaba, no podías reprocharle que creyese poder estar seguro al menos de que no había nadie en ningún sitio a quien le preocupase lo que pudiera querer él. No deseaba dar las gracias a nadie por su comida, pero agradecía el seguir aún vivo y poder comerla, que aquel hijoputa no le hubiese liquidado a él primero. No había hecho más que cansarse y pasar miedo en aquellos seis meses y había perdido mucho, gente sobre todo, y visto demasiado; pero respiraba, inspiraba, espiraba, y eso, por sí solo era una especie de opción.
El tipo tenía una de aquellas caras, una cara especial, vi esa cara por lo menos un millar de veces en cientos de bases y de campamentos, ojos a los que habían chupado la juventud, piel descolorida, labios blancos y fríos, y sabías que aquel tipo no podía albergar esperanzas de recuperar nada de aquello. La vida le había envejecido. Ya siempre sería viejo. Todas aquellas caras, a veces era como mirar los rostros de la gente en un concierto de rock, gente encerrada, atrapada por el acontecimiento; o como estudiantes muy progresistas, más serios de lo que dirías por sus años si no supieses de qué estaban compuestos los minutos y horas de aquellos años. No era como todos aquellos otros que veías que parecía que no podrían arrastrar el culo por un día más de aquello. (¿Cómo te sientes cuando un chaval de diecinueve te dice desde el fondo del alma que está ya demasiado viejo para ese tipo de mierda?). Ni tampoco como las caras de los muertos o de los heridos, que podían parecer más aliviados que sorprendidos. Eran caras de muchachos cuya vida completa parecía alzarse allí tras ellos, que podían estar a un metro de ti pero tenían que mirarte a una distancia que tú sabías que nunca ibas a cruzar realmente. Hablábamos, a veces volábamos juntos, los que salían para R & R, los que escoltaban cadáveres, tipos que oscilaban entre extremos de paz y de violencia. En una ocasión, volé con un chaval que volvía a casa; miró una vez abajo, al territorio donde había pasado aquel año, y se le derramó todo el cargamento de lágrimas. A veces, volabas incluso con los muertos.
Una vez salté a un helicóptero que estaba lleno de muertos. El chaval de la caseta de operaciones había dicho que habría un cadáver a bordo, pero le habían dado mal la información.
—¿Qué ganas tienes de llegar a Danang? —me había preguntado.
—Muchas —le dije yo.
Cuando vi lo que pasaba, no quería subir, pero se habían desviado y habían hecho un aterrizaje especial por mí, así que tuve que apechugar con el helicóptero que había pedido, temía parecer melindroso. (Recuerdo que pensé también que era mucho menos probable que derribaran un helicóptero lleno de muertos que uno lleno de vivos). Ni siquiera estaban metidos en bolsas. Iban en un camión cerca de una de las bases de la zona desmilitarizada que estaban prestando apoyo artillero a Je Sanj, y el camión había activado una mina controlada a distancia y luego habían sido ametrallados. Los marines siempre andaban faltos de cosas, comida incluso, municiones, medicinas. No era raro, pues, que anduviesen también escasos de bolsas. Les habían echado ponchos por encima, algunos de ellos atados precipitadamente con cintas de plástico y les habían subido a bordo envueltos en los ponchos. Había un pequeño espacio para mí entre uno de ellos y el ametrallador de puerta, que estaba pálido y tan furiosísimo que creí que estaba enfadado conmigo y pasé un rato sin atreverme a mirarle. Cuando despegamos, el viento sacudió los ponchos hasta que uno que estaba cerca de mí se destapó con un brutal chasquido, dejando el rostro al descubierto. Ni siquiera le habían cerrado los ojos.
El ametrallador empezó a aullar con todas sus fuerzas: «¡Colócalo! ¡Colócalo!». Quizás pensara que aquellos ojos le miraban, pero yo nada podía hacer. Mi mano fue hasta allí un par de veces, pero no podía. Y luego, lo logré. Estiré el poncho, le alcé la cabeza con cuidado, le metí la tela por debajo y luego me parecía imposible haberlo hecho. El ametrallador se pasó todo el viaje intentando sonreírme y cuando aterrizamos en Dong Ha me dio las gracias y se marchó a por un pequeño destacamento. Los pilotos saltaron a tierra y se alejaron sin mirar atrás una sola vez, como si jamás en su vida hubiesen visto aquel helicóptero. El resto del camino hasta Danang lo hice en el avión de un general.
Michael Herr. Despachos de guerra. Traducción de J. M. Álvarez Florez y Ángela Pérez. Anagrama.

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