Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Despachos de guerra. Michael Herr

Hay una escena de Despachos de guerra que me gusta especialmente. Los soldados sentados en la posta de un aeropuerto, bajo la lluvia, la espera y el agotamiento, los gestos alucinados o hastiados y los silencios entre hombres casi fantasmales, figuras borrosas que parecen acabadas, miradas que se pierden en un punto indefinido, más allá de cualquier horizonte, supervivientes temporales de un caos y un infierno desconocidos. Herr escribe sobre estos hombres para hablar de la guerra de Vietnam, detalla conversaciones, hábitos y rezos, describe, con una violencia seca, los combates, se detiene en vuelos en helicóptero sobre la selva, el enemigo invisible en las colinas, las aldeas arrasadas tras las batallas, los corresponsales que creen cubrir una guerra y, como escribe Herr, la guerra los cubrió a ellos, ser conscientes que también participaron en la locura.



Quizás aceptásemos las mutuas historias de por qué estábamos allí sin preguntarnos más: los soldados que «tenían» que estar allí, los «fantasmas» y civiles cuya fe corporativa les había llevado allí, los corresponsales a quienes arrastraban la curiosidad o la ambición. Pero había un punto en que se entrecruzaban todas las vías míticas, desde el más ínfimo sueño húmedo John Wayne a la más grave fantasía soldado-poeta y allí, en aquel punto, creo que todos sabían todo sobre los demás, todos verdaderos voluntarios. No es que no oyeras algún que otro rollo trasnochado sobre el asunto: Corazones y Mentes, Pueblos de la República, fichas de dominó que caen en cadena, mantener el equilibrio mediante la contención del eterno adversario; podías oír también lo otro, algún joven soldado que, con la mayor inocencia, decía: «Todo eso son cuentos, amigo, vinimos aquí a matar amarillos. Nada más». Lo cual en mi caso no era cierto en absoluto. Yo estaba allí para observar.
Charla acerca de encarnar una identidad, de recluirse en un papel, de la ironía: yo fui a cubrir informativamente la guerra y la guerra me cubrió a mí; una vieja historia, a menos, claro está, que nunca la oyeras. Yo fui allí con la ingenua pero honrada creencia de que uno debe ser capaz de mirar cualquier cosa, honrada porque la asumí y pasé por ella, ingenua porque no sabía, tenía que enseñármelo la guerra, que eras tan responsable por todo lo que vieses como por todo lo que hicieras. Lo malo era que no siempre sabías lo que estabas viendo hasta después, quizás años después. Que gran parte de ello nunca conseguía pasar en absoluto, que sólo quedaba almacenado allí en tus ojos. Tiempo e información, rock-and-roll, la vida misma, la información no está congelada, lo estás tú.
A veces, no sabía si una acción duraba un segundo o una hora o si la soñaba o qué. En la guerra más que en otro tipo de vida, no sabías realmente lo que estabas haciendo casi nunca, sólo actuabas, y puedes montarte luego el rollo que quieras al respecto, decir que te sentías bien o mal, que te gustaba o te repugnaba, que hiciste esto o aquello, lo bueno o lo malo; aun así, lo que pasó, pasó.


Si el Mando habla de la Misión y de porcentajes, Herr prefiere visibilizar a los soldados, que no se conviertan en un número sin rostro en los partes de bajas, habla de adolescentes que han visto demasiadas películas de guerra antes de plantarse en una tierra extraña, de soldados que se reenganchan porque la guerra los ha ganado, de las pequeñas manías que se convierten en creencias durante los combates, de la espera delante de una selva, de los cuerpos mutilados, de defensas inútiles en Je Sanj, marines dejados en mitad de la guerra como símbolo de resistencia época, y ofensivas furiosas, de helicópteros que surcan el aire, el único lugar donde domina el ejército americano, de las formas insólitas que adoptan los cuerpos de los muertos (soldados, civiles). El Mando como lo realmente invisible y desquiciado (una guerra que está ganada cada día, hasta la derrota final), los soldados como supervivientes.



Y por la periferia de aquel tema global de Vietnam, cuyos informes diarios hacían demasiado pesado, insoportable, el periódico de la mañana, perdida en los contextos surreales de la televisión, había una historia que seguía siendo tan simple como siempre: hombres cazando hombres, una guerra espantosa, toda clase de víctimas. Y había también un Mando que no lo creía así, que nos metía en trampas desastrosas basándose en cálculos ficticios de bajas y una Administración que creía en aquel Mando, una fertilización mutua de ignorancia, y una prensa que por tradición y objetividad e imparcialidad (por no mencionar los propios intereses) procuraba que todo ello ocupase su espacio. Era inevitable que una vez que los medios de difusión se tomasen las maniobras de distracción lo bastante en serio para informar de ellas, las legitimasen también. Los portavoces hablaban en términos que carecían ya de valor como palabras, frases sin la menor esperanza de significar algo en un mundo sensato, y si bien la prensa ponía en entredicho gran parte de aquello, todo se mencionaba. La prensa reseñaba (más o menos) todos los hechos, reseñaba demasiados hechos. Pero nunca hallaba medio de informar de veras de la muerte, que, por supuesto, era, en realidad, la base de todo. Las pretensiones más repugnantes y descaradas de santidad en medio de la escabechina, recibían tratamiento serio en los periódicos y en los demás medios de difusión. La jerga utilizada restallaba en el cráneo como una andanada interminable, y cuando conseguías abrirte paso entre los cuentos de Washington y los cuentos de Saigón, todas las historias de la Otra Guerra y las de la corrupción y las de los súbitos y nuevos avances del ARVN, el sufrimiento te dejaba, en cierto modo, indiferente. Y después de suficientes años así, tantos que parecía que aquello había existido siempre, llegaba un momento en que podías sentarte allí al anochecer y oír a aquel hombre decir que las víctimas norteamericanas de la semana habían sido las más bajas de las últimas seis, que sólo habían muerto en combate ochenta marines, y tener la sensación de que acababas de hacer un buen negocio.


Saigón y los corresponsales forman parte importante de la novela. Las habitaciones de hotel, los encuentros entre corresponsales, las explosiones lejanas que se acercan poco a poco, Saigón como punto de regreso de la batalla antes de volver a ella. Herr retrata a reporteros como Dana Stone y Sean Flynn (hijo de Errol Flynn), que desaparecieron en la guerra, reporteros que tienen la misma mirada abismada de los soldados, que sacan fotos o escriben reportajes con urgencia, uno tras otro, la idea de llegar al otro lado del mundo con la realidad de los combates.

Herr colaboró con Coppola y Kubrick en sus películas sobre Vietnam. Es en Despachos de guerra donde aparece el lema Nacido para matar en el casco de un soldado y el símbolo de la paz, donde los helicópteros atacan aldeas y trasladan heridos (que son tumbas flotantes, helicópteros que transportan tantos muertos que no hay bolsas que cubran a todos), donde los soldados escuchan rock y fuman hierba como evasión de la locura, donde junto a corresponsales decididos hay otros suicidas o incluso llegan al nivel de simple turistas, la guerra de Vietnam como la primera con un despliegue periodístico brutal. Herr no sólo asiste a la guerra, participa en ella. Y es eso, su participación voluntaria, que esté de manera libre en los combates, lo que extraña a los soldados, lo que hace que lo busquen para que cuente la realidad, sin florituras ni mentiras. Despachos de guerra puede ser tomado tanto como relato periodístico como diario de un hombre en Vietnam.



Todos los demás que iban en el camión, tenían aquella expresión desquiciada y angustiada camino-del-Oeste que decía que era perfectamente correcto estar allí, donde la lucha sería más dura, donde no tendrías ni la mitad de lo que necesitabas, donde hacía más frío del que jamás hubiera hecho en Vietnam. En los cascos y en los chalecos antibalas habían escrito los nombres de viejas operaciones, de novias, sus nombres de guerra (MÁS ALLÁ DEL VALOR, VENGADOR y, MECANISMO POCO SEGURO), sus fantasías (NACÍ PARA PERDER, NACÍ PARA ARMAR LA DE DIOS, NACÍ PARA MATAR, NACÍ PARA MORIR), su información presente (SORBOS DE INFIERNO, EL TIEMPO ESTÁ DE MI PARTE, SOLO TÚ Y YO, DIOS, ¿VALE?). Me llamó un chaval, «¡Eh amigo! ¿Quieres que te cuente una historia? Escucha, escribe esto: Yo estuve allá en la 881, esto era en mayo, andaba por allí por aquella loma igual que un artista de cine, y aquel zip va y salta y se me echa encima y me coloca su maldita AK-47, sólo que se quedó tan asombrado ante mi temple que le metí todo el cargador en la barriga antes de que supiese como agradecérmelo. Me lo cargué, sí». Después de veinte kilómetros de esto, pese al lúgubre y turbio cielo que se extendía delante, pudimos ver humo que venía del otro lado del río, de la Ciudadela de Hue.


Despachos de guerra es miedo y muerte y psicosis, y junto a Las cosas que llevaban de Tim O´Brien, lo mejor que he leído sobre Vietnam.








Una vez que fui de Cam Lo a Dong Ja en un Chinook, me senté junto a un marine que sacó una Biblia de la mochila y empezó a leer, antes incluso de que despegáramos. Llevaba una pequeña cruz dibujada a bolígrafo en el chaleco antibalas y otra, menos notoria aún, en el forro del casco. Tenía una pinta rara para ser un marine que estuviese combatiendo en Vietnam. Por una parte, no estaba bronceado en absoluto, por muchos meses que hubiese pasado al sol, sólo estaba rojo y lleno de ronchas, pese a tener el pelo oscuro. Estaba también bastante gordo, debían sobrarle ocho kilos lo menos, aunque por las botas y por el uniforme se notaba que había pateado lo suyo. No era ayudante de capellán ni nada parecido, sólo un soldado gordo, pálido y religioso. (No encontrabas muchos que fuesen profundamente religiosos, aunque te pareciese lógico en principio que hubiera, con tantos chavales del sur y del medio oeste, de granjas y pueblecitos). En cuanto nos instalamos, empezó a leer, enfrascándose en la lectura, y yo me volví hacia la puerta, a contemplar la interminable sucesión de gigantescos hoyos que salpicaban el terreno, las enormes cicatrices que había donde el napalm o las sustancias químicas habían roído la capa vegetal. (Había un equipo especial de las Fuerzas Aéreas que realizaba misiones de defoliación. Les llamaban los Peones del Rancho, y su consigna era: «Sólo nosotros podemos evitar que haya bosques»). Cuando saqué cigarrillos y le ofrecí uno, alzó la vista de la Biblia y lo rechazó con un gesto, soltando aquella risa brusca y sin objeto que indicaba claramente que aquel marine había visto mucha acción. Quizás hubiese estado incluso en Je Sanj, o en la 861 con la Novena. No creo que se notase que yo no era marine, porque llevaba puesto un chaleco antibalas de la Infantería de Marina que me tapaba las placas de identificación que llevaba cosidas al uniforme, pero consideró mi oferta de tabaco una cortesía y quiso corresponder. Me pasó la Biblia abierta, riendo casi entre dientes ya, indicándome un pasaje de los Salmos, 91:5, que decía:

No habrás de temer al miedo de la noche; ni la saeta que vuela de día.
Ni la pestilencia que vaya en las tinieblas; ni la mortandad que asola al mediodía.
Caerán mil a tu lado, diez mil a tu derecha; no caerás tú.

Vale, pensé, es bueno saberlo. Y escribí «¡Magnífico!» en un trozo de papel y se lo pasé, y él alzó el pulgar, estaba de acuerdo. Volvió al libro y yo volví a la puerta, pero tuve todo el viaje hasta Dong Ja el impulso maligno de recorrer los Salmos y encontrar un pasaje que ofrecerle, uno que hablase de los mancillados por sus propias obras, los reducidos a necia idolatría por sus propios inventos.
Michael Herr. Despachos de guerra. Traducción de J. M. Álvarez Florez y Ángela Pérez. Anagrama.

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