Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 3 de marzo de 2017

El día. Elie Wiesel

La noche, o un ejercicio de memoria, de un pequeño pueblo húngaro a los campos de concentración nazis, El alba, la víctima que se coloca en la posición del verdugo, los primeros pasos en la construcción de un país y los muertos que nos miran, sorprendidos, ante nuestros actos, y, por fin, El día, la imposibilidad de escapar a los propios recuerdos, donde un gesto, un trozo de pan, una chimenea, nos devuelve al horror, o de encontrar en el amor una salvación, llevar a los muertos dentro de nosotros, acogerlos para que no caigan en el olvido y sobrellevar la carga de seguir vivo y saber que se está roto.


¿Quiere saber quién soy, doctor? Soy también Moishe el contrabandista. Soy sobre todo aquel que ha visto a su abuela subir al cielo. Como una llama ahuyentó al sol y ocupó su lugar. Y ese nuevo sol, que ciega en lugar de alumbrar, me obliga a andar con la cabeza gacha. Pesa sobre el porvenir del hombre. Ensombrece el corazón y la visión de las generaciones futuras.
Si le hubiera hablado en voz alta, habría comprendido la trágica condición de aquellos que volvieron, perdonados a cuenta, muertos vivientes. Hay que mirarlos atentamente. Su apariencia es engañosa. Son contrabandistas. Dirán que se parecen a los demás. Comen, ríen, aman. Buscan el dinero, la gloria, el amor. Como los demás. Pero es falso: representan, a veces sin saberlo. Quien ha visto lo que ellos han visto no puede ser como los demás; no puede reír, amar, orar, negociar, sufrir, divertirse ni olvidar. Como los demás. Hay que observarlos cuidadosamente cuando pasan ante una inocente chimenea de fábrica, o cuando se llevan el pan a la boca. Algo se estremece en ellos y hace que uno aparte los ojos. Esos seres han sido amputados, no de una pierna o de un ojo, sino de la voluntad y el gusto de vivir. Un día u otro, las cosas que vieron subirán a la superficie. Y entonces el mundo quedará aterrado y no osará mirar en los ojos a esos mutilados del alma.
Si yo le hubiera hablado en voz alta, Paul Russel habría comprendido por qué no hay que hacer demasiadas preguntas a aquellos que han vuelto: no son seres normales. En ellos, un resorte interior se ha roto bajo el impacto. Tarde o temprano tienen que sentir los resultados. Pero yo no quería que él comprendiera. No quería que perdiera su equilibrio, que entreviera una verdad que en todo momento amenaza con estallar.


Llega el día, tras la noche y la penumbra, tras el horror y la violencia, y sólo queda soportar la vida y asumir la condición de superviviente y testigo del infierno en la tierra. Wiesel termina su trilogía con una historia de amor y dolor, un hombre que se deja atropellar en un semáforo porque lleva una carga que lo atormenta y de la que nunca podría deshacerse, una carga que lo aleja de la vida y lo coloca tras una frontera extraña en la que ver los gestos cotidianos, las emociones más íntimas, y saberse fuera de ellas, alguien que anda entre dos mundos, un ser borroso que no sabe cómo darse a la vida y volver a ella a pesar de los recuerdos.

Wiesel vuelve a la ficción para hablar del horror de los campos nazis y mostrar una herida siempre abierta por donde se cuelan los muertos, los familiares, aquellos que llegaron al cielo a través de una chimenea, los anónimos que desaparecieron en silencio, los muertos que necesitan a alguien que hable por ellos, que los recuerden, que revivan un momento de la infancia donde aún existía una idea de dios pura y benévola y los viejos eran sabios de caras arrugadas y respuestas sólidas e insólitas. El superviviente anegado por el dolor, que no se abandona al amor ni busca una especie de redención sino que continúa anclado al estremecimiento y la crueldad pasada.

Ahí está Kathleen, una mujer que quiere escuchar las historias del narrador, que quiere acompañarle en su dolor, ser embarcadero y sostén y un paso al frente, su cuerpo desnudo que por momentos aísla el pasado pero cuyo eco siempre vuelve. Ahí está Eliézer, que fue un muchacho interesado por los gestos de dios, que escuchaba a su abuela y seguía los movimientos de su mano y la vio desaparecer en el humo del cielo, como desapareció la pureza de dios y el hombre, Eliézer, al que llaman santo y, a su vez, sabe que será odiado por aquel que escuche su historia, ya sea en un barco rumbo a América o en una habitación cerrada, porque en su historia están el temblor y la monstruosidad. Ahí está Sarah, otra superviviente que ofrece su cuerpo en los cafés de París y cuenta su historia de violaciones en los campos a un Eliézer que ve en ella la santidad que rechaza en él. Ahí están los muertos, alrededor y dentro de Eliézer.

La trilogía de la noche parte de la realidad en La noche y se transforma en ficción en El alba y El día, una ficción es  realidad, la pregunta por la ausencia de dios en el horror, la muerte alrededor y los muertos que nos observan y nos susurran sus sueños, los ojos de cadáver que devuelven los espejos a los vivos y los ojos de la muerte, la supervivencia y ser voz y herida en vida.








Kathleen… ¿Dónde estará ahora? ¿En qué mundo? ¿En el de arriba o en el de abajo? Con tal de que no venga. Que no aparezca en esta habitación. Que no me vea así. Con tal de que no acompañe a la enfermera. Con tal de que no se convierta en enfermera. Y que no me dé inyecciones de penicilina. No quiero su ayuda en el combate que tengo que librar contra el enemigo. Es una muchacha encantadora, su-per-la-ti-vamente encantadora, pero ella no comprende. No comprende que el enemigo no es la muerte. Sería demasiado fácil si lo fuera. Ella no comprende. Cree demasiado en la potencia, en la omnipotencia del amor. Ámame y estarás protegido. Amaos los unos a los otros y todo irá bien: el sufrimiento abandonará la tierra de los hombres para siempre. ¿Quién ha dicho esto? Cristo probablemente. Él también creía demasiado en el amor. En cuanto a mí, me río del amor como de la muerte. Yo podía reír pensando en ellos. Ahora también podría reírme de ellos a carcajadas. Sí, pero los músculos de la cara no me obedecen más. Siento demasiado frío.

***

Me encontraba en un barco francés en camino para la América del Sur. Era mi primer encuentro con el mar. La mayor parte del tiempo permanecía en el puente estudiando las olas que, incansables, cavaban tumbas para volver a llenarlas enseguida. Yo iba en busca del Dios niño porque lo imaginaba grande y poderoso, inmenso e infinito. El mar me ofrecía dicha imagen. De pronto, comprendí a Narciso: no había caído en la fuente. Se había arrojado a ella. En un momento dado, mi deseo de unirme al llamado profundo del mar fue tan fuerte que faltó poco para que saltara por la borda.
No tenía nada que perder, que lamentar. No estaba ligado a la tierra de los hombres. Todo lo que me era querido lo había dispersado el humo. La casita de paredes resquebrajadas donde, a la luz melancólica de las velas, niños y ancianos venían a orar o estudiar canturreando, estaba en ruinas. Mi maestro que, el primero, me había enseñado que la existencia es un misterio, que más allá de las palabras está el silencio, mi maestro que vivía con la cabeza gacha como si no osara mirar al cielo de frente, mi maestro hacía mucho tiempo que estaba convertido en cenizas. Y mi hermanita, que se burlaba de mí porque nunca jugaba con ella, porque yo era demasiado serio, mi hermanita no jugaba ya más.
Elie Wiesel. El día. Traducción de Fina Warschaver. Austral.

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