Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 9 de marzo de 2017

La pianola. Kurt Vonnegut

Decía Vonnegut que había copiado la idea de La pianola de Un mundo feliz y que, a su vez, Huxley había hecho lo mismo con Nosotros de Zamiátin. En las tres novelas existen un mundo mecanizado, una sociedad dormida, un pequeño grupo de descontentos que buscan un regreso a la naturaleza para acabar con el dominio de la elite y las máquinas que los gobiernan. La diferencia de La pianola es el humor de Vonnegut para mostrar la estupidez humana. La pianola fue su primera novela y anticipa su mirada socarrona y su desconfianza ante los deseos del ser humano. Todavía le quedaban a Vonnegut unos años para conseguir la maestría de Cuna de gato, Madre noche o Matadero cinco, o los desarrollos de Birlibirloque, El desayuno de los campeones, Galápagos o Cronomoto donde todo es un centro, la acción y los personajes que fluyen en espacios y tiempos caóticos y un humor más afilado, impetuoso y alocado.

La pianola se disfruta desde el inicio, el descubrimiento del mundo tras la última guerra y cómo los ingenieros han construido tal cantidad de máquinas diferentes que han hecho inservible al ser humano. Un puñado de ingenieros y directivos forman una élite a un lado del puente de Ilium, los hombres y mujeres que perdieron su trabajo, y su dignidad, y viven en una cómoda desidia al otro lado del puente, mantenidos por el gobierno y las máquinas, el ejército y las cuadrillas de mantenimiento y reparaciones como únicas maneras de conservar un trabajo. Por momentos, Vonnegut parece describir el mundo de hoy, despidos en fábricas para cambiar seres humanos por robots, el trabajo de las máquinas que cubre los gastos de la sociedad (ya se habla de máquinas que tributarían a la seguridad social), la mirada aborregada y bobalicona de muchos de quienes perdieron su trabajo ante los nuevos aparatos que hacen la vida más confortable en apariencia, la élite que necesita esclavos para seguir en el poder, que no deja ser humano al ser humano.

Paul Proteo es hijo de uno de los grandes hombres de la historia reciente de Estados Unidos. Ingeniero, director de una fábrica, y aspirante a ocupar el puesto que dejó su padre, siente que algo no acaba de cuadrar. A veces cruza el puente en su viejo coche y con su vieja ropa, entra en una taberna donde observar qué fue de aquellos hombres que llenaban las fábricas en los tiempos pasados, observa una pianola que toca sola, sin ayuda de nadie, una máquina antigua que mostraba el futuro que esperaba a la sociedad. Hay algo que se resquebraja en Paul poco a poco. La visita de su amigo Finnerty, ingeniero con el que hizo sus primeros trabajos y que ha dejado su puesto, algo inconcebible para un ingeniero. Finnerty le muestra la corriente subterránea que existe bajo la previsibilidad en la que se mueve la sociedad en la que vive. En esos encuentros al otro lado del puente, Paul descubre la tristeza de hombres y mujeres por sentirse inútiles, por haberles arrebatado la dignidad que les daba un trabajo y un jornal, por estar cerca de la nada.



―¿Por qué decía usted que la gente del otro lado del río es la oposición? ―preguntó Paul―. Cree que están haciendo la obra del diablo, ¿no?
―Eso es un poco fuerte. Digamos que ustedes han puesto al descubierto lo endeble que era el artículo que los eclesiásticos estaban vendiendo, la mayoría de ellos. Antes de la guerra, cuando aún tenía feligreses, yo solía explicarles que su vida espiritual en relación con Dios era la cosa más importante de su vida, y que su papel en la economía no era nada en comparación. Ahora ustedes les han privado de su papel en la economía, en el mercado, y están descubriendo, la mayoría de ellos, que lo que queda es aproximadamente igual a cero. Prácticamente nada, en realidad. Tengo el vaso vacío.
Lanzó un suspiro y luego continuó:
―¿Qué esperaban ustedes? Durante generaciones se les educó para que adoraran la competencia y el mercado, la productividad y la utilidad económica, y para que envidiaran a sus semejantes…, y de pronto… ¡zas!, se les priva de todo eso. No pueden participar, ya no pueden ser útiles. Toda su cultura se ha ido al diablo.


Como en toda sociedad que aspira a la perfección, en La pianola están los descontentos, hombres y mujeres que pretenden imitar a los indios en su lucha contra el hombre blanco y el avance que todo lo destruyó. Tienen sus necesidades cubiertas, pero Vonnegut muestra la tristeza y la amargura por la pérdida de su humanidad, aquello que los definía poco tiempo atrás, por no ser creativos o útiles, por formar una masa casi inerte. Hay un personaje especialmente divertido, el sha de Bratpuhr, dirigente espiritual de una secta de visita a Estados Unidos. En cada hombre y mujer que ve, en cada gesto cotidiano, en cada encuentro fuera de la red de su guía que quiere mostrarle el avance y la libertad de la nueva sociedad, ve esclavos. La élite de ingenieros y directivos viven alejados de aquellos a quienes dicen servir, van de campamento para fortalecer sus ideas y mensajes, se entretienen en pensar nuevos máquinas, trampas para ratones, barberos, que sustituyan al ser humano, parecen un grupo de locos y niños.

El inevitable enfrentamiento entre la élite y la sociedad es caótico, por momentos la revolución parece detener la maquinaria de la sociedad, las fábricas paradas, la élite sorprendida. La destrucción quiere ser total, deshacerse de todo aquello que recuerde a una máquina, y con ello el peligro de volver a la oscuridad de siglos atrás. Pero Vonnegut da un paso más, cuando los “nuevos indios” se ven derrotados, como lo fueron ante el hombre blanco tras la victoria en Little Bighorn, se arremolinan ante las pequeñas máquinas supervivientes y vitorean cada gesto mecánico. Vonnegut muestra el peligro de un poder deshumanizado, hasta dónde llegar en la relación con las máquinas y robots y qué define al ser humano.








Colgó y volvió la cara hacia el mundo a través del cristal empañado de la cabina telefónica. Junto con la sensación de mareo experimentaba una sensación nueva, de identidad fuerte y renovada, que crecía en su interior. Era un amor generalizado, sobre todo hacia la gente pequeña, las personas corrientes. Dios las bendiga. Habían estado ocultas a él durante toda su vida: las paredes de su torre de marfil le habían impedido verlas. Ahora, aquella noche, había ido hasta ellas, había compartido sus esperanzas y sus decepciones, había comprendido sus anhelos, había descubierto la belleza de sus simplezas y sus valores mundanos. Aquello era real, aquel lado del río, y Paul amaba a aquellas personas corrientes y quería ayudarlas y dejar que supieran que las quería y las comprendía, y quería que también ellas le amaran a él.


Antes había un montón de cosas tontas que podía hacer un pobre desgraciado para ser grande, pero las máquinas acabaron con eso. Mire, antes podías irte a navegar en un Clipper grande o en un barco pesquero y ser un gran héroe en una tormenta, o si no, podías ser pionero e irte al Oeste y guiar a la gente a abrir rutas y expulsar a los indios y tal. O podías ser un vaquero, o muchas cosas peligrosas que había, y podías seguir siendo aún un podre desgraciado.
Ahora todas las tareas peligrosas las hacen las máquinas, y a los pobres cabrones les amontonan por ahí en grandes montones de casas prefabricadas que parecen el final de un juego de monopoly, o en barracones, y lo único que pueden hacer es estarse allí y esperar que haya un gran incendio y que puedan entrar corriendo en un edificio en llamas delante de todo el mundo y salir con un niño en brazos. O tal vez pueden tener la esperanza (aunque no lo dicen en voz alta por lo terrible que fue la última vez) de que haya otra guerra. Que no la va a haber, claro.
Y, bueno, supongo que las máquinas han mejorado muchísimo las cosas, claro. Sería un tonto si dijese que no lo han hecho, aunque hay muchos que dicen que no, y yo puedo entender perfectamente qué quieren decir. Parece que las máquinas han acaparado todos los trabajos buenos, en los que un hombre podía ser fiel a sí mismo y no ser falso con nadie, y han dejado todos los trabajos tontos. Y creo que yo soy más o menos el final de una raza, aquí plantado sobre mis dos pies.
Kurt Vonnegut. La pianola. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez. Hermida editores.

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