Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 21 de abril de 2017

¿Dónde está H.G. Wells cuando se le necesita?

Las sombras me acompañaron durante el verano de principios de los noventa. Salía al camino blanco y sentía su presencia en los campos de trigo, los lavaderos de piedra entre la maleza o en el gran roble que cerraba el pueblo, la última frontera antes de las casas abandonadas en los bosques. Miraba atrás, intentando captarlas, y sólo conseguía vislumbrar un movimiento rápido por el rabillo de ojo. Eran las sombras de los Morlocks. Eran las sombras del futuro.
Por primera vez metí un libro en mi mochila de viaje. La máquina del tiempo. Recuerdo que lo robé de la biblioteca y que las hojas llevaban grabado el escudo del colegio donde estudiaba. A veces se me clavaba una pequeña punzada de culpabilidad en el pecho, mi primer acto de rebeldía, y me castigaba demorando su lectura. El libro se quedaba cerrado en la mesilla, y en esas noches veraniegas sólo los pasos de las ratas bajo el tejado y los faros de los coches que reflejaban la silueta de los arboles en las paredes de la habitación me impresionaban y me hacían imaginar los mayores horrores.
Eran aquellos días de ingenuidad y candor infantil, antes de sentir que el tiempo podría plegarse y desplegarse, que un año no era más que una parte de un todo y que ese todo podía abarcarlo en una sola mirada, que yo era tanto pasado como futuro y que cada gesto era como las hondas que produce una piedra en la superficie de un río. Acompañaba a mi abuelo a su taller e intentaba aprender los nombres de sus herramientas de carpintero, esas que ahora cuelgan de las paredes de mi casa, me creía adulto cuando ayudaba a recoger y empacar la hierba seca, conducía la carretilla llena de sacos de piñas para el invierno. El verano avanzaba y el libro esperaba.
Una tarde de tormenta abrí La máquina del tiempo. Mis tías escondían su cabeza entre los brazos por miedo a los relámpagos y mi abuelo observaba la lluvia contra la ventana y recordaba juventudes. Acaricié la tapa del libro, la soledad de una máquina blanca y gris en un paraje desértico, y leí las primeras palabras, El Viajero a través del Tiempo… Fuera, desaparecían bajo el aguacero las huellas de los tractores en el camino blanco.
Recuerdo sumergirme en un estado febril desde las primeras páginas, la idea de la cuarta dimensión y poder decidir a qué momento viajar, pasado o futuro, y sentir que el tiempo dejaba de ser algo abstracto. El Viajero del Tiempo movía su palanca hacia delante y el mundo se transformaba, pasaba de una época sencilla a otra alucinada, de la guerra a la penumbra y de allí al abismo y el vértigo del año 802.701. Ahí nació mi añoranza por un futuro que nunca conoceré.
Había ilustraciones que acompañaban la aventura del Viajero, la reunión donde se explicaba el viaje temporal, la figura espectral de una mujer, los paisajes remotos. El Viajero había llegado al mundo de los Eloi y los Morlocks y yo sabía que no había vuelta atrás, que había accedido al gran secreto: la vida conocida sólo era la cumbre de un iceberg y los libros sacaban a la superficie la promesa de mundos y seres desconocidos.
Una imagen me detuvo en la lectura del libro, el viajero junto a una hoguera, las sombras de los Morlocks acechándolo y mi miedo. La tormenta había avanzado tierra adentro y sólo quedaba un silencio extraño en los campos y mi turbación. Quería descubrir el destino del Viajero y, a la vez, temía las sombras monstruosas que se escondían fuera de la hoguera. Recuerdo el temblor de mi respiración en las páginas finales, la llegada del Viajero a los límites del tiempo, sentir un último resplandor al cerrar el libro.
Aquella tarde cogí una pequeña navaja del taller de mi abuelo, mi segundo robo, y atravesé solo las casas de piedra y pizarra del pueblo. Pensaba en los mundos posibles dentro de los libros, en las horas pasadas en otro espacio y en otro tiempo, en H.G. Wells y cómo creó su historia, la realidad que había dentro de la ficción. Llegué a la vieja escuela del crucero, saqué la navaja del bolsillo y grabé la fecha de aquel día de 1991 en la puerta de madera. La escuela sólo tenía una clase, allí iban los niños del valle, aprendían a leer y escribir y los números, luego la abandonaban para hacerse carpinteros, costureras, sirvientes en otra tierra. Apenas quedaba en pie la puerta y las paredes de piedra. Me imaginé con cuarenta o cincuenta años delante de la escuela, observando mi letra, recordando el niño que fui o cuando mis padres salían por aquella puerta camino de sus casas, los tres tiempos unidos en la fecha grabada en la puerta.
El momento donde descubrí que un libro podía sacudirte de encima la infancia y hacerte regresar a ella años después también fue el momento donde creí vislumbrar las sombras de los Morlocks por primera vez y mi pregunta de dónde estaba H. G. Wells cuando se le necesitaba.

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