Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 1 de octubre de 2017

Kanada. Juan Gómez Bárcena

El tiempo encerrado en el pequeño espacio de una habitación en Hungría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, o el tiempo como una cinta de Moebius donde no hay una dirección ni un destino concretos sino que es un bucle y un momento preciso en una vida puede ser tanto pasado como futuro o el pasado que reaparece tras el futuro, el tiempo que convierte al protagonista de Kanada en víctima y culpable según qué dirección tome, un hombre destruido que regresa a su hogar tras la guerra y ve que su casa sigue en pie en mitad de la destrucción, y es esa casa lo único que le queda, un espacio donde resguardarse junto a un telescopio, un libro, el cuenteo de las baldosas del suelo y las visitas periódicas del vecino y su esposa con víveres, el regreso que al inicio es una repetición constante de pequeños gestos y hábitos y que se convierte en aislamiento, un ser humano entre cuatro paredes y, fuera, una vida que pasa y cambia de las huellas que ha dejado la guerra a la llegada del comunismo y de ahí de vuelta a los campos nazis mientras el protagonista vive aislado con sus números y sus recuerdos como chispazos y la sensación de estar en varios puntos del espacio y el tiempo.

No sólo es el tiempo lo que predomina en Kanada. Es cómo regresar a la vida tras pasar por una experiencia traumática, qué nos define como la persona que somos, cómo puede sobrevivir un hombre derruido. Todo transcurre en la cabeza del protagonista de Kanada, su regreso, su reclusión en su antiguo despacho, la vida fuera de la puerta que parece una sucesión de sombras, los recuerdos del campo de concentración, de la época donde era profesor y tenía familia, su cabeza una sucesión de espejos y reflejos que, por momentos, convergen en un mismo punto. Si se trastoca la dirección del tiempo, la vida de un hombre pasa a ser algo enigmático y se difuminan las barreras entre culpabilidad e inocencia, entre barbarie y supervivencia.

Kanada se inicia de manera enigmática ­­―ayuda la segunda persona en la que está narrada para esa extrañeza inicial, una voz en la que cuesta entrar pero a la que acabas por acostumbrarte―, un hombre enclaustrado y los gestos que lo agarran a una vida que ya no entiende ―como contar cada parte de su despacho y sentirlo infinito. Entramos en su rutina, en sus gestos maquinal y maniáticamente repetidos, en una especie de vacío que sólo su vecino y su esposa rompen con sus visitas y hacen que el mundo exterior cruce el umbral de la habitación. Están el silencio y los números y las repeticiones al inicio. Luego, el tiempo y los recuerdos y algo que se aclara: un campo de concentración, un pabellón donde se apilan las pertenencias de los judíos ejecutados, la supervivencia por inercia, la lucha fuera del despacho por la tierra y contra las tropas invasoras. Y al final, el tiempo que vuelve sobre sus pasos y cambia la perspectiva de todo.

Ha sido una buena lectura la de Kanada, una pequeña sorpresa, la escritura repetitiva y cotidiana y matemática de Juan Gómez Bárcena que crea una atmósfera extraña, el tiempo que se retuerce y que a veces está tratado como en La flecha del tiempo de Amis o recuerda a Philip K. Dick.








Prefieres cerrar los ojos y recordar los días previos a la guerra, cuando todavía enseñabas Astrofísica en la Universidad Pázmány Péter. Dices antes de la guerra como quien dice hace cien años. Como quien dice mi abuelo o mi padre fueron profesores de Astrofísica, o incluso anoche soñé que enseñaba en la Universidad Pázmány Péter. Pero no es un sueño, sino un recuerdo, y ese recuerdo no te sirve para regresar a las aulas por más que lo intentas. Kanada es una sensación, una sacudida, un golpe que no puede comprenderse y que por eso nunca se borra, mientras que tu vida previa a la guerra es apenas un concepto, una idea que se desvanece en cuanto se explica. Y tú, subido a la tarima, explicabas muchas cosas, ahora lo recuerdas, entre ellas el principio de incertidumbre de Heisenberg. Lo hacía frente al asombro de aquellos alumnos que parecían niños, que entonces no podían entender ―que quizá siguen sin poder entender, ahora que se han convertido en niños que parecen soldados― por qué la mirada tiene un peso; por qué al medir la posición y la velocidad de un cuerpo alteramos la velocidad y la posición de ese cuerpo. Deberías haberles contado esto, piensas, hablarles de esos cálculos laboriosos que sacrifican aquello que se afanan en contar, y ellos tal vez habrían entendido. Quién sabe si podrás contárselo algún día. A veces se te ocurre pensar que tus años en la universidad son tan borrosos porque todavía no han sucedido, porque no son más que proyectos que algún día llevarás a término. Por eso, mientras sientes caer al hombre que tienes a la izquierda, cierras los ojos y piensas: tengo que recordar esto, para que los niños soldados aprendan.
Pero nadie aprende nada, nunca. Tampoco los kapos, que tardan mucho tiempo en revisar a fondo los barracones, hasta dar al fin con el número que se les resiste.
Juan Gómez Bárcena. Kanada. Sexto piso.

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