Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 7 de enero de 2018

típica estampa navideña

Quién sabe, puede que el viaje no haya sido en balde. Tal vez haya aprendido algo sobre mí mismo que desconocía. Especulaba sobre mi epifanía mientras espiaba a una mamá Noel en la tienda del aeropuerto. La minifalda roja, la redondez de sus nalgas, las medias trasparentes, el gorrito navideño ladeado. En el televisor se mostraba una gran nevada en el norte de Estados Unidos. Típica estampa navideña, titulaban. Y yo pensaba en los más de treinta grados en Buenos Aires el veinticinco de diciembre y en que era verano y no invierno, en las pequeñas barricadas ante los colegios judíos y los monumentos en recuerdo de la migración árabe de los parques. Por una vez, la Navidad carecía del significado conocido, diciembre era cálido y agotador, había miles de dioses que no reconocían al niño del pesebre ni a los tres reyes magos, ni siquiera tenía que seguir el calendario gregoriano, podría estar en el año cinco mil si me encontrase al otro lado del mundo y no en este dos mil cinco. Creábamos señales y las llenábamos de un sentido propio. Dicho de otra manera, una vez que delimitamos un hecho y le damos un sentido, eliminamos un sinfín de posibilidades. El veinticinco de diciembre nieva y todos celebramos la Navidad.
Regresaba a casa tras un mes en la Argentina. Me había dirigido al norte, lugar de choros, me avisaban antes de explicarme su significado: ladrones. ¿Lo ven? Por un instante choro fue cualquier cosa, paletos o una tribu indígena como los ona, pero no, ya no, choro es nuestro vulgar ratero. Viajaba sin prisa por una ruta no siempre asfaltada y veía banderas rojas y pequeños altares en los arcenes de las carreteras. Es por el Gauchito Gil, volvían a aclararme, un antiguo forajido reconvertido en santo milagrero, un muerto que anda entre los vivos, alguien a quien rezar imposibles. Nunca faltaba nadie que me explicase aquello que desconocía. Sentían mi acento español y se acercaban para confesarme que les tiraba la sangre y me preguntaban por la madre patria, me hablaban de sus abuelos murcianos o castellanos viejos, eso decían, y me preguntaban si eran hermosos esos lugares y cuánto costaba el pasaje de avión. Cuanto más al norte, más descendientes de españoles me encontraba. Y cuanto más al norte, mayor la sensación de estar ante un reflejo. Quiero decir, cruzaba ciudades llamadas Córdoba, La Rioja o Belén. Entonces, imaginaba a nuestros conquistadores llenos de miedo y pasmo en estas tierras ignotas, y cómo bautizaban los asentamientos con nombres del viejo mundo para acotar el salvajismo de este nuevo.
Les confieso una cosa. Mi viaje era una huida de esos días típicamentenavideños donde comía y bebía hasta gatear por el suelo y felicitaba las fiestas a cada persona, conocida o no, con la que me cruzaba. Me sentía arrastrado por una energía superior a mí y necesitaba poner distancia con ella, vivir estos días sin villancicos, los fantasmas dickensianos, las lágrimas de James Stewart y la capa de Ramón García.
Y ahora les cuento el momento culmen de mi viaje. Me había detenido en San Miguel de Tucumán a comer algo rápido en un bar de la plaza Independencia. Fuera, tres hombres vestidos de gauchos cabalgaban entre el tráfico. Llevaban sombrero, poncho y bombacha. Y boleadoras. El calor del asfalto les hacía parecer un espejismo, tres Martín Fierro salidos del desierto. Desmontaron frente al bar y entraron a pedir agua para los caballos. Era el único cliente en las mesas. Me preguntaron de dónde venía. Les dije la ruta que había tomado, Buenos Aires, Rosario, Santiago del Estero y que me quedaban Salta y Jujuy antes de regresar al punto de partida y volver a casa en el año nuevo. Antes de salir del bar y desaparecer, se acercaron uno a uno para darme algo, una antigua moneda de dos pesos, un puñado de hojas de coca para el mal de altura, una bolsita con la tierra roja de los valles calchaquíes.
Y aquí estoy ahora, en Ezeiza, contemplando las largas piernas de una mamá Noel mientras siento que he aprendido algo sobre mí. Y querrán saber qué es, ¿verdad? Ahí fuera hay un mundo de señales y, si respiro y me dejo llevar, puedo ver tres reyes magos en tres tipos duros y lacónicos, cruzar las casas bajas y antiguas de Belén y detenerme en un altar improvisado en medio de una ruta desértica para rezar a un santo milagrero.

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